Tribuna

¿Por qué es tan difícil acoger las vidas de otros?

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Las comunicaciones de que disponemos actualmente nos muestran una sociedad muy diversa. Entender a partir de las causas ha sido un esquema característico de nuestra cultura durante siglos. El método para definir algo, para conocerlo, ha sido buscar las huellas de su singularidad, que son las que se pueden registrar a través del tiempo. Hasta mediados del pasado siglo, para comprender la actividad de alguien era necesario conocer su biografía, porque su identidad se retrataba en su historia personal, a través de las decisiones que había tomado en cada encrucijada vital. En las últimas décadas, la singularidad de cada recorrido vital ha sido desplazada en la atención de la cultura por la recreación del entorno, donde la relevancia de la persona se desvanece. En el colmo del individualismo, en nuestras sociedades muchos se esconden en la masa para liberar sus primarios impulsos en contra de otros hombres.



La necesidad de negociar y la voluntad de tener experiencias han relegado a una más esa vinculación cultural y ambiental con el entorno, en que el hombre desarrolla su vida. La adaptación a formas de vida diversas ha reducido también la racionalidad de una coherencia de costumbres, que ya no puede ser unívoca: lo que para unos es importantísimo, no lo es para otros y no tiene sentido que se imponga en otros lugares. De este modo, surge un mundo mucho más complejo, donde la identidad de uno se proyecta de una manera múltiple.

Solo cada cual se conoce como persona, porque sabe que sus actos en diversos ambientes son la proyección de uno mismo, pero no así los otros. Esta es una de las causas del aislamiento de muchos hoy: el afán mismo de adaptarse a todos los ambientes. Además, cuando uno no ha adquirido el hábito de dedicar tiempo a pensar cómo es su actuación, es difícil que improvise un juicio. Entre el cansancio crónico y la urgencia de respuestas inmediatas, la persona se acoge a lo que ve en su entorno, mira a los demás desde fuera.

Si uno se vacía de su autoconocimiento, el siguiente paso es vaciar la relación con los demás, meras sombras cuya aparición depende de la demanda: diversión, compañía, ruido de fondo… Cuando no los necesito, desaparecen. La incomprensión de sus vidas llega después. Cada cual tiene suficiente con sobrevivir durante la semana, con acudir a abastecerse o a divertirse un rato en el fin de semana y a soñar con unos días de vacaciones sin horario, sin coherencia con la identidad propia, con una invitación implícita a volverse otro, a sentirse distinto. Será mejor no meterse en la vida de otros y en las razones que los mueven. Mejor será no molestar y que no nos molesten. Pero ¿qué pasa si la rutina se rompe por la irrupción de otra u otras vidas que nos afecta? Nos parece incomprensible e intolerable. No sabemos cómo solucionarlo.

El fundamento de la hospitalidad

Lo más inmediato es aplicar el mismo método que rige en los negocios: ¿cuánto? Debe haber un precio para resolver esa intromisión, por más o por menos dinero, en mayor o en menor tiempo. Esa cuantificación de la molestia se aplica, por ejemplo, a una enfermedad, cuya solución tiene un precio. Cuánto desgasta acudir a citas con el médico, cuidar un tratamiento…; pero también se pretende negociar con otras facetas humanas. Una larga evolución social ha dado paso a una hiperemotividad. Parece que, si no ríes, lloras y das espectáculo, no estás vivo. Cualquier variación de ánimo tiene su emoticono cualificado. Pero el dolor profundo se oculta por vergüenza.

Durante siglos se han reconocido las actitudes cívicas por las que uno, sin mengua de los recursos propios, prestaba algo necesario a otros: el fuego y el agua, un salvamento al que se ahoga, una indicación sobre la ruta para llegar bien a un destino. Compartir el fuego y el agua era el fundamento de la hospitalidad. Ahora que la seguridad está en riesgo, incluso en nuestro propio teléfono, ¿cómo ser hospitalarios con alguien que no conocemos, cuando acoger a alguien nos pone en riesgo?

Bioética

Pensemos ahora en aquel momento en que alguien recibe un hijo, que al principio es un extraño, por muy manifiesto que sea el parentesco. En otro tiempo, los niños y las mujeres eran protegidos por la sociedad. Eran épocas de gran mortalidad femenina e infantil. Ahora que afortunadamente las mujeres rara vez mueren de parto -en nuestro mundo por encima del ecuador- la atención debería concentrarse en recibir al hijo. Sea suficiente recordar en un momento cómo cada uno ha sido acogido en la vida: aquella alegría, aquellas fotos, los brindis… Puesto que hemos sido muy bien acogidos la gran mayoría de nosotros, no podemos negar a otros y, menos a nuestros hijos, lo que hemos recibido por esa cadena generosa de la vida.

Cierto es que en cada generación cambia el modo de recibir a un hijo. Las circunstancias son distintas, pero esperamos de los demás que le acojan en la comunidad de los hombres. Sin embargo, últimamente se ha procurado extender un negocio sobre la vida humana que confunde esa acogida: hijos a la carta, mujeres que manipulan negociando con su capacidad genética para conseguir alguna ventaja personal… Conseguir un hijo como artículo de consumo ya no depende de que lo geste una mujer madre, de que sea madre y reciba a ese hijo tal como hemos sido recibidos la mayoría de nosotros. Los hijos se han convertido en fuente de negocio. Esta es la causa de que se vacíe de contenido esa gran función de la maternidad. Sin una madre la identidad personal se constituye difícilmente.

Nuestra sociedad no debe perder la acogida de las madres, alentarla y protegerla. La especulación con las emociones no puede seguir dirigiendo esta acogida, que es una cuestión de justicia. No podemos dejar que acoger a un niño dependa del estado de ánimo o las circunstancias o de los miedos. Durante siglos tal indiferencia sobre la acogida era impensable, se proclamaron los derechos del niño a los cuatro vientos, pero llegó el negocio y… ¡ya se puede tener el poder sobre la vida de otros! La educación debería advertir desde la infancia la responsabilidad sobre la propia capacidad generativa antes que dejar ese poder al azar o al capricho. En todo caso, cualquier ser humano, independientemente de las circunstancias de su origen, merece una acogida.