¿Por qué los católicos deberíamos atrevernos a tender la mano a las personas católicas LGTBQ[1] o, de modo más general, a cualquier persona LGTBQ? Pues debemos hacerlo primero porque ellos son católicos, es decir, porque forman parte del cuerpo místico de Cristo. Y también porque nosotros somos católicos y es parte de la ética cristiana ponerse del lado de los que son rechazados, excluidos o marginados, tal como quiso hacer el propio Jesús. Y eso también supone “caminar con los excluidos”, como nos gusta decir a los jesuitas. Y no hay duda de que las personas LGBTQ se cuentan entre los más excluidos de nuestra Iglesia.
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No podría decir cuántos católicos LGTBQ me han transmitido los comentarios de odio y homofobia que han tenido que soportar de párrocos, diáconos, religiosos, religiosas, colaboradores laicos, obispos y directores y profesores de centros educativos católicos, que supuestamente hablaban en nombre de la Iglesia. Casi a diario recibo mensajes a través de las redes sociales de gente preguntando: “¿Dónde voy yo ahora, si mi propio párroco me trata así?” o “¿Cómo puedo yo responder al director del colegio de mi hija, que dice tales cosas?” o “¿Cómo puedo yo permanecer en la Iglesia tras escuchar homilías como esa?”. Me contaba una mujer que cuando le confesó a su párroco que era lesbiana, le dijo que él había rezado desde el día de su ordenación para no tener que encontrarse nunca con una persona homosexual. En algunas parroquias no solo son comunes sino esperables homilías que tachan de “agenda satánica” cualquier intento institucional de protección de las personas LGTBQ, como tratando de identificar a estas personas con el demonio, o sermones que equiparan moralmente el aborto con las uniones de personas del mismo sexo.
Los datos son claros
Una encuesta de 2016 del Public Relation Research Institute (PRRI) mostraba a las claras que este tipo de mensajes negativos sobre las cuestiones LGTBQ son una de las principales causas de que muchos católicos decidan romper sus lazos con la Iglesia. Y esto es así entre los católicos en mayor proporción que en otras religiones. Al comparar a estos excatólicos con la media de la población americana que ha abandonado la religión de su infancia, cualquiera que esta sea, el informe concluye que quienes fueron educados como católicos mencionan como principales razones por las que abandonaron la Iglesia el tratamiento que se da a las personas homosexuales (39 por ciento de los católicos, frente al 29 por ciento del resto) y, en segundo lugar, el escándalo de los abusos sexuales del clero (32 por ciento frente al 19 por ciento, respectivamente).
Las estadísticas de Dignity USA nos pueden dar una perspectiva más amplia. Este grupo de apoyo a los católicos LGTBQ entrevistó informalmente a personas (no necesariamente personas LGTBQ) que habían abandonado la Iglesia y les preguntó si la doctrina eclesial sobre las cuestiones LGTBQ tuvo algo que ver con esa ruptura. El 64 por ciento respondió que sí. Cuando se preguntó a las personas LGTBQ si alguna vez se habían sentido incómodas o abiertamente discriminadas en alguna iglesia o celebración católica, el 72 por ciento contestó afirmativamente.
Estas simples estadísticas deberían ser suficientes por sí solas para invitarnos a una metanoia, a un cambio de mentes y corazones que nos lleve a preguntarnos por qué nuestra Iglesia no solo no es un lugar de acogida para las personas LGTBQ, sino incluso un lugar de hostilidad.
Cuestión de vida o muerte
Estos prejuicios contra las personas LGTBQ, y especialmente contra los jóvenes, no son solo una cuestión que incide en el número de fieles católicos, sino que llega a ser una cuestión de vida o muerte. A menudo, los católicos de buena fe desconocen estos hechos y sería bueno recordarlos. Provienen de una estadística que el Proyecto Trevor realizó en 2020. Es una iniciativa que trabaja en la prevención del suicidio en jóvenes LGTBQ. El informe demuestra fehacientemente que el suicidio es la segunda causa principal de muerte entre la juventud, afectando de modo desproporcionadamente mayor a los jóvenes LGTBQ.
Y según una encuesta entre estudiantes de enseñanza secundaria y bachillerato publicada en 2015 por los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC), el 29 por ciento de los escolares gais, lesbianas o bisexuales reconocieron haber tenido tentativas de suicidio durante el último año, cifra que solo fue del 9 por ciento para el conjunto de la población estudiantil.
El Proyecto Trevor de 2021, una encuesta nacional sobre la salud mental en la juventud LGTBQ, se recogen las experiencias de más de 82.000 jóvenes entre 13 y 24 años de todo el territorio de los Estados Unidos. Es la investigación más extensa que se haya hecho nunca y nos recuerda a los católicos la necesidad de que la Iglesia tome muy en serio las graves consecuencias que acarrea usar con los jóvenes un lenguaje estigmatizante. Aquí también nos impactarán los resultados, pero es crucial que los afrontemos. De los jóvenes LGTBQ encuestados, el 42 por ciento respondió que, en los últimos doce meses, se había planteado seriamente acabar con su vida; el 48 por ciento reconocía que se había provocado autolesiones, el 46 por ciento había buscado asesoramiento psicológico o emocional de un profesional de salud mental y no pudo conseguirlo; el 13 por ciento se sometió a terapias de conversión, de los cuales el 83 por ciento lo hizo con una edad inferior a los 18 años. Las terapias de conversión entrañan un enorme sufrimiento mental, emocional, espiritual y a veces también físico. Sin embargo, como denunció en su día America Media, es algo que todavía se fomenta desde algunas instancias de la Iglesia católica.
Del mismo modo, uno de cada tres jóvenes LGTBQ refiere haber sido físicamente agredido o amenazado a causa de su identidad sexual. Y un 29 por ciento dijo haber sido expulsado de su propia casa o haber tenido que huir de su familia, pasando a vivir como personas sin hogar.
La necesidad de la acogida
Numerosos defensores de la juventud LGTBQ, como el Ali Forney Center de Nueva York nos advierten de que uno de los principales argumentos de este rechazo familiar de jóvenes LGTBQ que se ven abocados a vivir en la calle son los de carácter religioso. Debemos ser conscientes, por ello, de las consecuencias que un lenguaje estigmatizante en un contexto religioso puede acarrear. Podría llegar a ser incluso una cuestión de vida o muerte. Por el contrario, el Proyecto Trevor informa que los jóvenes LGTBQ que nunca oyeron a sus padres usar la religión como argumento de hostilidad presentaban un riesgo más reducido de tentativa de suicidio, independientemente de si la religión era o no algo importante para ellos. Este sencillo hecho redujo a la mitad el riesgo de suicidio.
Desde 2019, uno de cada cinco delitos de odio fue motivado por prejuicios homófobos. Pero hay también datos esperanzadores en el Proyecto Trevor: los jóvenes LGTBQ que dijeron contar con el apoyo y aceptación de al menos un adulto, presentaron un 40 por ciento menos de riesgo de intento de suicidio. Este adulto de referencia no siempre era el padre o la madre, como hubiera sido deseable, y fue asociado a la figura de un sacerdote, un diácono, un colaborador laico de pastoral, un profesor, un empleado del comedor escolar, un párroco, etc.
Dios nos habla
¿Y si estas estadísticas fuesen el modo que Dios tiene de pedirnos que seamos ese adulto que los jóvenes LGTBQ necesitan en su vida? ¿Y si estos datos alarmantes fuesen la voz que le pide a gritos a la Iglesia que se convierta en esa fuerza positiva y vital?
Volvamos la vista ahora a las personas LGTBQ en general, y aquí estamos hablando de los adultos también. Tienen casi cuatro veces más probabilidades de convertirse en víctimas de actos violentos, incluyendo la violación, el abuso sexual o los delitos de lesiones, de acuerdo con un estudio realizado en 2019 por el Williams Institute de la Facultad de Derecho de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Para el FBI, uno de cada cinco delitos de odio estarían motivados por prejuicios anti-LGTBQ.
Por cierto, otro de los estudios de la UCLA nos enseña que entre los cerca de 11,3 millones de adultos LGTBQ que existen en los Estados Unidos, se calcula que 1,3 millones son católicos romanos, lo que supone el 24,8 por ciento de todos los adultos LGTBQ que se confiesan creyentes. Son miembros del cuerpo místico de Cristo y están atentos a lo que decimos y hacemos desde la Iglesia.
Cuando observamos este fenómeno con perspectiva internacional, la situación es todavía más preocupante. En muchos países la Iglesia podría ser, si así lo decide, una potente voz de protección, amor, misericordia y compasión en favor de las personas LGTBQ y en contra de las amenazas que se ciernen sobre ellas.
Problema internacional
Muchos países se consideran hoy potencialmente peligrosos para sus propios ciudadanos LGTBQ, debido tanto a la existencia de leyes discriminatorias como a la amenaza de la violencia social. Se incluyen aquí países con religión islámica dominante, numerosas naciones de África y Asia y algunos países excomunistas como es el caso de Polonia, con sus tristes “zonas libres de LGTB”[2].
Si en más de 70 países, el simple hecho de ser LGTBQ se considera un delito, en muchos más se estima culturalmente aceptable el acoso o la agresión a las personas LGTBQ. En estos lugares una persona puede ser golpeada, detenida, encarcelada e incluso ejecutada por ser homosexual o haber mantenido una relación homosexual. Significa esto que en muchos países proteger a las personas LGTBQ es vital. ¿Dónde está la Iglesia en estos países? Pues, lamentablemente, en algunos de estos países la Iglesia está de parte del sistema represivo. Y hasta fue un obispo de la Europa del Este el que condecoró a las personas LGTBQ con el sambenito de “la peste arcoíris”[3].
Son datos que causarán fuerte impacto en el corazón de los católicos, pero no hasta el punto de la desesperanza. La desesperanza no procede de Dios. Entonces ¿qué tipo de respuesta se espera de nosotros ante estas estadísticas que sobrecogen el ánimo? Ahora más que nunca, debemos mirar el ejemplo de Jesús, que siempre se puso del lado de los rechazados, los marginados, los arrinconados, los escarnecidos, los golpeados y los maltratados. Su ejemplo nos ayudará a avanzar. Tan dolorosos datos son una invitación a aproximarnos a nuestros hermanos y hermanas LGTBQ con “cercanía, compasión y ternura”, imitando el estilo de Dios, en palabras del papa Francisco.
*Texto original publicado en America Magazine y cedido por el autor a Vida Nueva. Traducción de Juan V. Fernández de la Gala.
[1] N. del T.: LGTBQ (en inglés más frecuente como LGBTQ) son las siglas que tratan de agrupar y hacer visibles las diversas orientaciones e identidades de género: lesbianas, gais, transgénero, transexuales, bisexuales y queers, personas estas últimas que se sienten al margen de cualquier identidad sexual o estereotipo. La sigla es algo enrevesada, pero detrás de cada una de sus letras late la lucha por la dignidad de una minoría dentro de la gran minoría de personas marginadas frente al perfil hegemónico heterosexual. A veces se completa como LGTBIQ+ para incorporar también los estados intersexuales y otras identidades y orientaciones sexuales, cualesquiera que estas sean. Para conocer la terminología afectivo-sexual que manejan las nuevas generaciones, puede consultarse este documento elaborado en 2018 por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad: https://www.mscbs.gob.es/ciudadanos/enfLesiones/enfTransmisibles/sida/docs/glosarioDiversidad110418.pdf
[2] N. del T.: Algunas instancias políticas polacas de carácter homófobo y ultraconservador decidieron en 2020 proclamar simbólicamente “zonas libres de LGTB” (Strefy wolne od LGBT) algunos municipios, provincias o regiones en las que contaban con suficiente representación democrática. Trataban así de silenciar u ocultar una realidad social que les cuestionaba y a la que pretendían demonizar, asociándola con lo enfermizo o lo diabólico. Estas áreas suman hoy aproximadamente un tercio del territorio nacional polaco.
[3] N. del T.: Se trata del arzobispo de Cracovia Marek Jędraszewski, que se expresó en esos hirientes términos en agosto de 2019, afirmando incluso que “la peste arcoíris” era una fuerza diabólica y anticristiana peor que el bolchevismo y que conduciría directamente a la autodestrucción de nuestra civilización.