Tribuna

Por una Iglesia defensora de los derechos humanos

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Corría el mes de julio de 2013 cuando el Papa, recién elegido, visitaba la isla italiana de Lampedusa, en aquel entonces foco mundial del drama migratorio. Su primer viaje apostólico supuso toda una declaración de intenciones. El esfuerzo de Francisco por centrar la atención en los más débiles y vulnerables, en los últimos, ha permanecido inalterable en estos primeros diez años de pontificado. La mención a las personas migrantes y la necesidad de que estas sean acogidas con total dignidad y pleno respeto a los derechos humanos ha sido una constante en las intervenciones del Pontífice.



En el discurso que ofreció en aquella primera visita, se lamentaba de que “nadie en el mundo se siente responsable de esto; hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna”, y añadía que “¡nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no tiene que ver con nosotros, no nos importa, no nos concierne!”.

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Esta misma semana, los obispos canarios, junto a representantes del gobierno autonómico, han visitado al Papa para tratar, precisamente, uno de los asuntos que mayor atención está generando en las islas: el fenómeno migratorio y la movilidad humana. Más allá de las cifras, esta cita era la ocasión perfecta para reflexionar acerca del papel que, como Iglesia, estamos llamados a desempeñar en la defensa de los derechos humanos. ¿Nos importa el sufrimiento ajeno? ¿Nos concierne el dolor de nuestros hermanos? Sin duda, la Doctrina Social de la Iglesia es explícita –y clarificadora– al tratar esta materia. Así, el número 153 del Compendio señala que “la raíz de los derechos del hombre se debe buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano”, esa dignidad que nos confiere el mero hecho de ser hijos de Dios.

En un mundo tan convulso como el que vivimos, donde la violencia y el egoísmo ganan cada vez más espacio, la Iglesia debe erigirse como baluarte en la defensa de los derechos de las personas en movilidad; en una especie de Betania, donde el sufriente, el cansado o el hambriento puedan encontrar un lugar de reposo, hospitalidad y amistad. Así lo entienden cientos de cristianos a lo largo y ancho de la geografía española. Son numerosas las parroquias que abren sus puertas a quienes, tras un breve paso por el sistema de acogida humanitaria, quedan desamparados.

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