La postcristiandad es un tema filosófico que se desprende como corolario de pensar filosóficamente la postmodernidad. Es una problemática filosófica bastante reciente en la que se está trabajando en estos últimos años.
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Confieso que había leído al respecto allá por el 2018, pero pasó a engrosar la lista de temas pendientes para ser leídos con posterioridad. No fue hasta hace unos días, que un sacerdote me invitó a preparar el tema para que le explicara a su feligresía, sobre esta realidad del siglo XXI, que atañe a la vida de las comunidades religiosas y de fe en general.
Esto me llevó a desempolvar algunos escritos y buscar nueva información al respecto. En esa búsqueda me encontré con varios trabajos y me permitió encontrar un autor –sociólogo y músicólogo– que presenta un análisis muy profundo, equilibrado y aparentemente alejado de vicios que pudieran empañar la cuestión. Este hombre, hasta donde pude saber, es protestante, pero con una mirada lúcida y esclarecedora sobre la realidad del cristianismo en su conjunto. Tal es así, que decidí convertirlo en mi marco de referencia para este escrito, tomando su análisis como eje, e incorporando algunos puntos desde la perspectiva personal.
Josép Marc Laporta en su artículo publicado en su blogspot[1] desarrolla una evolución del pensamiento filosófico desde la modernidad: con su corrimiento desde lo teológico a lo antropológico y su correlato sucesivo que pasa por el planteamiento nietzscheano de la muerte de Dios, hasta los conceptos de posmodernidad y postcristiandad.
Así nos presenta la génesis del concepto postcristiandad, que fue desarrollado por un teólogo francés, Gabriel Vahanian, que fue prolífico escritor en Estados Unidos, allá por las décadas del 60 y 70. Uno de sus trabajos lleva por título: La muerte de Dios. Cuestión filosófica nada nueva ya que Nietzsche, lo había decretado un siglo antes; pero que, en el análisis de Vahanian, se habría concretado durante aquellos años del siglo XX.
Tres ejes
Vahanian analiza tres ejes que son fundamentales para sostener su tesis: la pérdida de sentido de lo sagrado; el vacío del significado de los sacramentos y el menosprecio de lo trascendente y la providencia divina. Siendo esto la causa “del pensamiento liberado y autónomo respecto de la fe y la religión”.
Estos puntos claves de la tesis de este autor, hoy son un hecho evidente (por mas que nos pese y duela esta realidad). Pero… ¿debemos tomar la realidad como un hecho demoledor y sin posibilidad de cambio? O por contrario, pensar a partir de esta realidad que se nos impone: ¿cuáles son las luces y fortalezas, para presentarnos ante un mundo nuevo, una mentalidad nueva con un mensaje universal para todos los hombres de todos los tiempos? ¿Es nuestro mensaje algo perimido o es nuestra forma de anunciar y llevar la Buena Noticia la que debe adaptarse a estas nuevas mentalidades? ¿Qué podemos mejorar en nuestra forma de anunciar?
Según Laporta, además de estos hechos enunciados por Vahanian, la irrupción de la Teología de la Liberación y el Mayo Francés fueron causales no menores de la descristianización vivida. “La teología de la Liberación aportó una cierta secularización de los tradicionales dogmas cristianos, impulsando una fe muy socializada ante las necesidades reales de vida de los más pobres… En realidad, dicha teología ponía en entredicho todos los fundamentos de las tradicionales eclesiologías católicas y protestantes, al abogar por las penurias de las personas en su mayor necesidad, tanto física, social y espiritual”.
El otro fenómeno no menor en este proceso de descristianización, es el Mayo del 68, que vino a movilizar la aguas en la juventud occidental; dándose un impulso a la liberación de la femeneidad que trastocó el orden vigente hasta ese momento. Oficiando como origen de movimientos feministas más combativos en lo sucesivo. El orden vigente, eminentemente machista en el ámbito social en general, lo era aún más especialmente en las instituciones eclesiales “centradas y concentradas en el hombre”. Desde aquí se impulsaron no pocas corrientes ideológicas, que unidos al crecimiento económico, el creciente hedonismo social, el rechazo de reacciones conservadoras terminan por hacer crecer la corriente descristianizadora, que desde entonces sigue su curso. Siendo la experiencia religiosa, una experiencia reducida al templo y área de influencia.
Resistencias del cristianismo
Ante esta realidad, el cristianismo todo tuvo que realizar adaptaciones frente a un mundo tan cambiante, para seguir proponiendo su mensaje eterno de salvación. Durante las primeras décadas el catolicismo supo resistir el embate, mientras que el mundo cristiano protestante tuvo que cambiar o morir frente la realidad que se imponía. Para ello implementó el cambio en el lenguaje y la liturgia internos y la forma de contactarse y la comunicación, externas. De todos modos, según Laporta, el cristianismo todo tuvo una difusa manera de entender el ocaso de la cristiandad y los cambios operados tanto en un ámbito como en el otro fueron más estéticos que de fondo.
“El histórico letargo interrogativo y crítico del cristianismo, cada vez se hizo más evidente en la dimensión y expresión interna y social de una espiritualidad hiperconsumista”, dice Laporta. Y agrega que el consumo interno de lo religioso “se cristalizó en una omnipresente monopolización de la industria del ocio espiritual, tanto en lo musical como en lo literario. […] En la estructura religiosa de la postmodernidad y la postcristiandad la espiritualidad se ha convertido en una dimensión del entretenimiento, un pasatiempo productivo de espiritualidad consumista”.
Finalizando su planteo, nuestro autor concluye, que el cristianismo, desde una perspectiva sociológica se ha invisibilizado; que ya no tiene alcance para irrumpir en el mundo actual, ni siquiera en el orden moral.
Desafíos
El análisis de este pensador, no puede dejarnos inmunes a quienes hacemos profesión de fe en Cristo. Su escrito revela una hipótesis seria y compleja, que puede ser compartida o no, pero que evidentemente pone sobre el tapete una realidad cambiante, de larga evolución histórica que hoy nos impacta de manera irrefrenable.
Occidente va dejando de ser eminentemente cristiano. Y, mientras en el corazón de la iglesia nos dirimimos en luchas y guerras internas, el mundo sigue su curso sin nosotros. ¿Por qué hablo de guerras y facciones internas? Simplemente porque las hay. Agazapadas y silenciadas; maquilladas bajo capas de aparentes cortesías que no son más que la vieja hipocresía farisaica que se nos coló como un mal endémico.
Guerras religiosas cristianas que vienen desde la primera gran división por el cisma entre Roma y Constantinopla que nunca pudimos zanjar y que sigue abierta la grieta provocada. Luchas y divisiones que abrieron heridas de sangre con la Reforma de Lutero y que ha dejado al cristianismo sumergido en un mar de separaciones, con designaciones y congregaciones cristianas que ya ni podemos contar. Y las nuevas luchas “silenciosas” entre progresismo y conservadurismo que surgieron ya en el Concilio Vaticano II y que hoy Francisco en su ministerio debe sobrellevar para preservar la Iglesia.
“Lo que no se asume, no se redime”, decía San Ireneo de Lyon en el siglo III d.C. Creo que el primer gran desafío de la Iglesia toda es poder asumir la realidad más cruda, en un análisis sincero –sin miradas falsamente piadosas que terminan por imposibilitarnos un camino de renovación auténtica y profunda– y sin negociar lo central de nuestra fe. Creo que este es el camino que intenta Francisco con el Sínodo de la Sinodalidad, pero que a todas luces se hace evidente lo difícil de la encomienda. Lograrlo verdaderamente, supone dejar de lado las cegueras ideológicas que tanto daño nos hacen; cegueras tanto progresistas como conservadoras, que lo único que logran es detenernos en conflictos internos, mientras el mundo y la cultura universal –totalmente ajenos a nuestras disquisiciones– siguen su curso sin más.
Al mundo no le interesa nuestras batallas intestinas porque solo hacen que seamos menos creíbles, una cosa más que hace a los hombres del siglo XXI no apasionarse por lo cristiano. Asumir para redimir es reconocer que estamos divididos, fragmentados en innumerables células y facciones que hoy se vuelve difícil enumerar. Asumir para redimir es aceptar que muchas veces bajo miradas piadosas, le agregamos el hecho de la fe a situaciones que no debieran mirarse con ese cristal, justamente para no endulzar, no romantizar situaciones y hechos históricos que deben ser interpeladas a la luz del Evangelio como verdad suprema; a la vez que por la Sagrada Tradición forjada por los Padres de la Iglesia en los orígenes. Separando y reconociendo la Sagrada Tradición de los orígenes como fundante y fundamental del ser y vivir cristianos. Evitando toda ideologización de la fe, para que ese “letargo interrogativo” del mundo cristiano sea superado, dejando de consumir los opiáceos de las eternas autojustificaciones de una fe poco madura. Esto es válido tanto para el mundo protestante, como el ortodoxo y el cristianismo católico.
Unidad
“Que todos sean uno: […] que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea,” nos dice el Evangelio de San Juan. La segunda cosa que debemos lograr, como Iglesia cristiana es la unidad. Ya no podemos seguir haciendo de cuenta que podemos solos, cada uno con su porción de Pueblo.
El Pueblo de Dios es uno solo, las divisiones son nuestras. Es a la Iglesia misma, a su esencia toda, el mandato misionero; pero la misión ya no debe ser planteada como campañas colonizadoras, donde se siembra sobre los campos arados de otros. Esa es la guerra intestina del cristianismo, que mientras siga perdurando y obrando separaciones, que rompen la unidad del Pueblo Santo, seguirá descristianizándose este mundo.
Debemos dejar de mirarnos como enemigos, de uno y de otro lado. No lo somos. Somos distintos, sí. Y podemos dar Gloria a Dios por esa diversidad. Pero no debemos permitirnos sentirnos enemigos, ni rivales, pues somos hermanos.
No puede haber discursos del odio contra otros cristianos: “El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama” (Mt 12, 30). Todos tenemos lugar en el Pueblo Santo. Eso nos lo ha enseñado la historia. Es hora de bajar las armas y abrazarnos al Espíritu Santo, que es el único que puede obrar lo que nosotros, no hemos sabido hacer: la unidad de la Iglesia toda.
Este abrazo, no debe nunca ser proselitista, sino entregado y confiado a la acción de Dios. No supone de ninguna manera la homogeneización del cristianismo según un único modelo. Debemos ir inmediatamente a una unidad diversa. Donde todos puedan coexistir y vivir sus recorridos de fe y vivencias, según el Espíritu se los haya permitido. Pues por alguna razón Dios ha permitido esa diversidad, y esos recorridos históricos distintos, con nichos de fe válidos, anclados en vidas de pueblos y culturas diferentes. Dios no es patrimonio de nadie. Él es Rey soberano y su alcance de dominio y poder excede el nivel de nuestra comprensión teológica. Es tiempo de dar el salto hacia la unidad real y verdadera, partiendo de asumir nuestra realidad actual de Iglesia Cristiana toda, atravesada por una realidad que nos arrincona cada vez más contra las cuerdas y propicia la muerte de la esposa. Cristo ya pagó la deuda, la esposa no necesita ni debe morir jamás.
[1] Llum de nit: Cristianismo en la postcristiandad (josepmarclaporta.blogspot.com)