Hace 80 años, Europa ardía de odio. Un odio voraz, criminal y brutal. Un odio que llenó el cielo de fatídicas tonalidades grises y el aire de un llanto que no se apagaba. Un odio que, como cantó el poeta Paul Celan, daba de beber su leche negra por la mañana, por la tarde y por la noche. Un odio espeso y oscuro, pero no tanto, ya que, en medio de su ciego avance en el corazón humano, se comenzó a tejer, con los sutiles hilos del Evangelio, un manto suave y terso que nos abrigara a todos, que calmara el dolor, que brindara una nueva perspectiva en el horizonte humano.
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Mientras, ese mismo año de 1943, un hermoso libro nos decía que “lo esencial es invisible a los ojos del hombre”, nacía en Trento, de la mano de Chiara Lubich, el Movimiento de los Focolares. Nacía como una corriente de renovación espiritual y social, cuyo corazón bebía directamente del testamento de Jesucristo: el amor que busca que todos seamos uno. En medio de un ambiente preñado de odio, brotó ardiente en lo más íntimo de su corazón, una “re-revelación, podríamos decir, de quién es verdaderamente Dios: Dios es amor”.
Que todos sean uno
El testamento de Jesús: Que todos sean uno (Jn 17, 21), se sustenta sobre la base de la afirmación según la cual Dios es amor (1 Jn 4,7-9). Chiara comprendió que cuando logramos penetrar en la revelación que de sí mismo hizo Dios al hombre, que si hacemos un recorrido sereno entre las vertientes de las Escrituras, si contemplamos en silencio la historia espiritual y doctrinal de la Iglesia, se llega inevitablemente a la conclusión de que Dios es amor, y no solo eso, quiere que el hombre lo sepa. En tal sentido, la base que sustenta el testimonio de Jesús que todos seamos uno es la realidad concreta y firme de que Dios es amor.
Esta perspectiva de la realidad, abre al hombre, así lo conciben los Focolares, a la perspectiva de un amor dirigido a todos, que no discrimina, que toma la iniciativa y que ama como a sí mismo y no rechaza a nadie, ni siquiera a los enemigos. Así conciben toda acción evangélica, desde esta convicción. Estas son las cualidades que deben caracterizar el amor del cristiano y, por consiguiente, del focolar. En tal sentido, Chiara Lubich abre la ventana a una posibilidad definir este amor como un arte, pero no bajo la perspectiva, si se quiere, materialista de Ovidio, sino desde la profundidad luminosa del misterio que nos desnuda la cruz.
Chiara Lubich y el arte de amar
En la Carta Encíclica Deus Caritas Est, el Papa Benedicto XVI afirma que amor está inscrito en la naturaleza misma de la Iglesia. Si esto es así, entonces, para Chiara Lubich está claro que Dios ama al hombre tal y como es. Este descubrimiento de Dios como Amor, permite a Chiara, junto con sus primeras compañeras, a comprometerse en esta aventura divina, buscando abrirse al otro como alter ego al que hay que amar, porque es Cristo mismo que pasa a mi lado en el momento presente de la vida (Mt 25, 40). Chiara planteará, en tal sentido, que el amor verdadero ama a Jesús en la persona amada, es decir, en cada persona que encontramos, detrás de cada una está Jesús.
Dentro de las cualidades de este amor, destaca Chiara Lubich, se encuentra el convencimiento de que este amor no espera ser amado para luego amar, sino que comienza siempre. “Todavía más, el amor verdadero ama al otro como a sí mismo, exactamente como… como a si fuese yo”, escribe; es más, el amor verdadero sabe hacerse uno con los otros. Lo sabe, no lo intuye, ya que es su esencia: la esencia del amor es el conocimiento. Estas meditaciones llevan a Lubich es plantearse algo mucho más atrevido y contrario al mundo, en especial un mundo en conflicto: el verdadero amor cristiano ama también al enemigo. ¿Mayor signo de contracción? Y es que, al igual que Cristo, el cristiano es, esencialmente, un signo de contradicción frente al mundo. Los 80 años de la fundación del Movimiento de los Focolares es, además, un signo siempre vivo de esperanza. Paz y Bien
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela