Cuando tu estado de salud empeoró súbitamente escribí esto que sigue. Era entonces mi diálogo silencioso contigo; unas líneas que ahora tienen sabor a despedida, a un ¡hasta luego! Escribo estas líneas casi como desahogo personal, mientras estás intubado en situación crítica luchando contra el virus del Covid. Anoche cuando me decías que estabas tranquilo, cansado, y deseando pasar página, yo te decía que el descanso era también buena medicina. A mediodía, cuando me contaste el trasteo de pruebas que te hicieron y que estabas cansado, yo te decía que ya no había maños como los de antes. Entre nosotros el buen humor ha sido también una familiar manera de relacionarnos.
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Esta mañana me cae como un mazazo la noticia del empeoramiento repentino e inesperado de tu salud. Y se empieza a acelerar ese cúmulo de comunicaciones, e informaciones, para compartir la noticia, la esperanza y la oración, con tantas personas, militantes, que desde que supieron de tu estado, nos hemos unido en oración para acompañarte en esta distancia que es la única cercanía física que nos dejan. Pienso que estás solo, como tantos que han pasado por esta misma situación. Y me recorre un cierto escalofrío.
También es mala condición que te esté pasando esto, cuando ya habías podido liberarte de tareas episcopales del todo y podías disfrutar de la jubilosa cercanía, del encuentro, del acompañamiento, siendo ese cura de parroquia que, en el fondo, siempre has sido.
Treinta y cinco años de amistad
Y he empezado a hacer memoria, desde que nos conocimos hace… más de treinta y cinco años, cuando yo andaba en mis primeros pasos de seminario, en las jornadas de seminaristas y pastoral obrera que organizabais. Desde entonces has sido para mí un padre, un amigo, obispo, confidente y hermano.
Hemos batallado juntos en muchas lides en esto de la Pastoral Obrera, en distintos ámbitos. Los últimos años en el Departamento de Pastoral Obrera, de la CEE, donde tuvimos que bregar con no pocas incomprensiones, y donde me enseñaste a dar los virajes necesarios para encontrar atajos y caminos abiertos cuando se nos cerraban las autopistas. A veces hemos tenido que caminar entre zarzas y hemos salido arañados. Pero todo ese camino ha ido acercándonos a una realidad que hoy está más presente en la Iglesia, gracias también a las insistencias continuas del papa Francisco. Recuerdo cuando en el encuentro de organizaciones sindicales en el Vaticano comentabas con sorprendida esperanza aquello de “si me hubieran dicho hace años que estaríamos en un encuentro como este organizado por el Vaticano, no lo hubiera creído, y ahora, mira”.
En los momentos en que los movimientos apostólicos hemos vivido la incomprensión de gran parte de la Iglesia –nada novedoso, por otra parte, a lo largo de nuestra historia– tú siempre has estado a pie firme junto a nosotros, dándonos ánimo y suscitando esperanza, como pastor que no abandona su rebaño. Te lo hemos agradecido muchas veces en estos años. Nunca serán bastantes.
Cada vez que terminábamos una tarea, que dábamos un paso más, terminabas siempre con la misma expresión: “Dios te paga, hermano”. Y ya lo creo que me paga; con creces. Hoy te lo digo yo y te lo decimos todos los que andamos en estas faenas: Dios te paga, hermano. Gracias por tu ser pastor, y tu ser humano. Gracias por tu caminar junto a nosotros, junto al mundo obrero empobrecido, junto a la Iglesia de los precipicios y las periferias. Gracias por tu fraterna escucha. Gracias por tu fe y tu perseverante esperanza. Gracias por tu amor a Cristo y tu vida entregada.
Ahora, tú entonas el cántico de Simeón con su misma dulzura: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador…”
Sigue cuidando de nosotros, como has hecho siempre, hasta que nos encontremos de nuevo en la vida resucitada. ¡Hasta mañana en el altar!