Corría el año 1987 cuando empecé a plantearme mi entrada en el Seminario de Sevilla, y tenía que abordar qué podía pasar con mi trabajo, necesario para el sostén de mi familia –mi madre y mis hermanos– y había elaborado toda una batería de argumentos para convencer a don Carlos Amigo, arzobispo, por entonces, de Sevilla, de que me permitiera seguir trabajando y hacer los estudios y la formación del Seminario en un régimen especial, nada habitual en aquel tiempo.
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El día de mi entrevista con él, que ya sabía que iba a plantearle mi entrada en el Seminario, tras el saludo, y antes de que yo empezara a decir nada me dijo: “Así que quieres entrar en el Seminario; muy bien. ¿Pero no habrás pensado en dejar de trabajar?”. Aquello desmontó todos mis argumentos, mis temores y prevenciones, y nos hizo entrar en una relación cercana, cariñosa, amistosa, que ha durado más de treinta y cinco años.
Don Carlos fue mi obispo antes de entrar en el Seminario, cuando yo participaba de los movimientos de Acción Católica, el Junior y el Movimiento Juvenil, y en este tuvimos que afrontar juntos algunas situaciones difíciles. Fue mi obispo cuando me admitió al Seminario, y a lo largo del proceso de formación, y consideró que debía ordenarme cuando llegó el momento. Me asignó mis primeros destinos y responsabilidades en la diócesis, y compartimos tareas en diversas responsabilidades que me encomendó. Fue él quien enterró a mi madre, con quien trabó amistad, y bautizó a mi ahijada. Fue él quien me permitió servir a la Pastoral Obrera junto a Antonio Algora, durante varios años. Fue él con quien di gracias a Dios por el vigesimoquinto aniversario de mi ordenación. Fue él con quien discutía –siempre con humor– de fútbol, llegado el caso.
El obispo de la pastoral obrera
Pero, sobre todo, fue él, el obispo que dio alas y horizonte a la Pastoral Obrera en la diócesis de Sevilla, cuando en muchas todavía era algo insospechado. Su amplio magisterio social en relación con el trabajo humano y la pastoral obrera requeriría ser estudiado con detenimiento en tiempos venideros. Cuando en otras diócesis ni se soñaba con ello, don Carlos apostó por una pastoral obrera de toda la Iglesia que hoy sigue viviendo de aquellas semillas, y acompañó a la HOAC diocesana, con corazón de pastor.
Pero, sobre todo, fue él quien manifestó –aun en las discrepancias que pudimos tener– una ternura continua que restablecía siempre la relación fraterna más allá de las diferencias. Don Carlos tenía la virtud de escuchar.
Hoy, la noticia inesperada de su fallecimiento, nos invita a encomendarlo al Padre de las misericordias, y a dar gracias a Dios que suscita, cada cierto tiempo, pastores según su corazón. Pastores de los que la Iglesia sigue necesitando, porque saben acompañar el camino de su pueblo.
Querido don Carlos, como tantas veces le dije, hoy le repito: gracias, por tanto. ¡Y hasta mañana en el altar!