No deja de ser curioso que puestos a elegir un santo para celebrar el Día del Padre hayamos elegido a un hombre que no lo fue. Al menos en el sentido primero y más coloquial (el biológico) e incluso tampoco en el de referencia vital (Jesús siempre remite a su Padre del cielo, nunca a José). Quiero aclarar que siento un profundo aprecio por san José, primero porque lo he “heredado” de mi madre y mi abuela (¡san José bendito!), mi padre y mi hermano se llaman José y espiritualmente san José me ayuda a vivir muchas dimensiones de mi vida. No es un problema de valoración.
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Hace unos días escuché hablar a una madre joven de cómo vivían sus hijos el día del Padre en un colegio concertado católico. Sus dos hijos no tienen padre (no, nunca lo tuvieron) y cada año en torno a san José llegan a casa con un regalo y una tarjeta: “I love my Dad” o “Gracias papá”… Sonriendo y con dolor me contaba la primera vez que su hijo tuvo que escribir una carta a su papá en el colegio; también cómo de pequeños aprendieron caligrafía con una planilla donde tenían que escribir una y otra vez: “mi papá me ama”. ¿Alguien propondría a un niño sin piernas escribir “amo a mis piernas” o a un niño de raza negra escribir “amo mi blanca tez” para practicar su escritura?
Juntos, como familia, han aprendido a vivirlo con humor y a relativizar. Pero ocurre que además de ser mamá de dos niños sin padre, es una mujer creyente, es inteligente y comprometida socialmente. Y por eso le cuesta aceptar, año tras año, que nada cambie. Que sigamos haciendo lo que siempre se ha hecho (cambiando el formato pero no el contenido). Que ella elija un centro donde se trabajan valores como el respeto, la inclusión, la diversidad y una opción por integrar discapacidad y dependencia, pero no se genera una sensibilidad para la diversidad familiar que ilumine creativamente otros caminos para celebrar a san José.
No se trata de eliminar la fiesta de san José o el Día del Padre. Se trata de crecer en sensibilidad para que en todo lo que celebremos, cualquier niño, niña o familia puedan sentirse incluidos, ya sea en el colegio o el domingo en la parroquia. Hablo de niños que han nacido de una fecundación in vitro, o padres/madres separados/as, o parejas homosexuales, o familias monoparentales por decisión propia o por muerte o por abandono… ¡hay tantas situaciones diversas! ¿Por qué no trabajar la inclusión como globalidad de la vida de los niños y no sólo para algún aspecto concreto?
‘Amoris laetitia’
El pasado año 2021, Francisco recordaba cuál había sido la intención principal de ‘Amoris laetitia’ al cumplirse cinco años de su publicación: “Comunicar, en un tiempo y una cultura profundamente cambiados, que hoy es necesaria una nueva mirada a la familia por parte de la Iglesia: no basta con reiterar el valor y la importancia de la doctrina, si no nos convertimos en custodios de la belleza de la familia y si no cuidamos con compasión su fragilidad y sus heridas”. Todas las familias tenemos heridas y fragilidades. Todas. Y en todas hay una enorme dosis de belleza porque todos deseamos y necesitamos la familia. Allá donde surja un vínculo de amor, de cuidado, de respeto, de mutua pertenencia, de espacio para crecer libre y autónomamente… hay familia. Heridas y frágiles, pero familias.
Y no puedo dejar de imaginarme al mismísimo Jesús en Nazaret en edad escolar, yendo a la sinagoga y a la escuela del pueblo, con todos los chismes y comentarios que a buen seguro se escuchaban sobre su familia. Y le imagino sonreír por dentro (o entristecerse también, que hay días para todo) cuando el maestro dijera que había que escribir “I love Dady” y dárselo a su papá José, sabiendo que no encajaba en el “rol” de padre de su entorno. E imagino la comida en casa, juntos, eligiendo la belleza de cuidarse y ser familia, mientras María le explicaba al niño que lo suyo era distinto y que de todos modos lo importante es quererse y ser buena gente y que el Padre Dios ya lo sabe, aunque no pocos en el pueblo siguieran señalándoles o compadeciéndose de ellos (‘pobre niño Jesús, que salidas más raras tiene a veces,… pero claro…, con la situación que tiene en casa…, ya se sabe’).
Imagino que ellos –José, María y Jesús– ya vivían aquello que Francisco expresó en el Encuentro Mundial de Familias en Filadelfia, el 26 de septiembre de 2015: “La familia es el símbolo vivo del proyecto amoroso que un día el Padre soñó. Querer formar una familia es animarse a ser parte del sueño de Dios, es animarse a soñar con Él, es animarse a construir con Él, es animarse a jugarse con Él esta historia de construir un mundo donde nadie se sienta solo, que nadie sienta que sobra o que no tiene un lugar”. Y si alguien sabe de sueños es José. Sin duda.
Sería precioso que desde la diversidad vital que tenemos, nuestras celebraciones no generen dolor o incomodidad en nadie. Yo tuve la suerte de escuchar a esta mujer y solo por eso me hice cargo de una realidad que, sinceramente, nunca había pensado desde esa perspectiva. ¡Cuántas cosas se nos escapan o ni siquiera llegamos a conocerlas, simplemente por no estar a tiro de escucharlas, por no poner oreja! Y casi nunca es por mala voluntad; es por falta de sensibilidad y por exceso de estar centrado en uno mismo: escuchar la vida del otro –queriendo ayudar incluso–, pero desde MIS ideas, valores, prioridades… y no volcado enteramente en lo que la otra persona te está confiando. Cuando eso ocurre es un regalo, como si otro nos abriera una ventana desconocida que nos da acceso a un precioso paisaje que nosotros ni sabíamos que existía. Nos lo perdemos porque escuchamos poco y cuando lo hacemos, ‘oímos’ pero estamos tan ocupados en solucionar la vida al otro o decirle lo que ya sabe o lo que no puede acoger en ese momento, que no nos enteramos de nada.
Recientemente, en la apertura del II Congreso Iglesia y Sociedad se quiso comenzar homenajeando a las víctimas del Covid y a cuantos han cuidado, sostenido y aliviado. Este momento estuvo a cargo del Centro de Humanización San Camilo, y allí escuché a José Carlos Bermejo y Cristina Muñoz esta bella expresión: “La oreja, esa ‘patena sagrada’”. Si María ha sido invocada tradicionalmente como Primer Sagrario, bien podríamos invocar a José como Primera Patena.
Mientras escuchaba a esta mujer y a través de ella a sus hijos, me sentía muy afortunada. Alguien había elegido reposar en mi oreja su vida y a mí se me confiaba tal pedazo sagrado. Como en una patena. Para cuidarlo, respetarlo y ofrecerlo a otros que quizá también quieran oír. Y, sinceramente, me ha parecido que no está nada lejos de lo que José tuvo que hacer con su vida: acoger lo más sagrado, cuidarlo, venerarlo y ofrecerlo. Y he pensado que, con frecuencia, los que hablan poco escuchan mucho. Y que quizá también algo de esto podemos encontrar en san José, hombre de pocas palabras y posiblemente mucha escucha. O lo que es lo mismo: mucha capacidad para acoger y sostener, sin que nadie se sienta excluido o de segunda categoría porque su familia es distinta, porque su cuerpo es distinto, o sus ideas, o su modo de rezar o de pensar o de amar o de vivir.
Creo que no sería nada descabellado celebrar el 19 de marzo, día de San José, a los hombres y mujeres que escuchan, acogen y se atreven a vivir y a amar distinto.