Evocación distópica del 25 de marzo de 1959: la campana ha convocado a varias comunidades de mi congregación a una reunión por zoom y la superiora provincial nos adelanta la noticia: el papa Juan XXIII ha convocado un Concilio ecuménico. Escuchamos con moderado interés y nula preocupación: será una reunión más de obispos para sacar un documento sobre asuntos que tienen poco que ver con nuestro entorno conventual, tan disciplinadamente ordenado y a salvo de sobresaltos.
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Al terminar, en mi comunidad nos hacemos un selfi y lo subimos a Instagram (no existía, ya lo sé, pónganse las gafas de metaverso). En la foto se nos ve tranquilas, con expresión inalterable: somos un grupo numeroso de mujeres con hábito, entre 20 y 90 años, viviendo en una casa grande con jardín pegada a un colegio. De retorno a las celdas, algunas intercambiamos mensajes de WhatsApp que, laboriosamente rescatados hoy de la red, pueden reflejar algo de por dónde se movían entonces nuestras mentalidades, ideas y posturas:
- “¿Un Concilio? ¿Pero para qué necesitamos otro concilio teniendo ya el de Trento que nos libró de los protestantes, y el Vaticano I que puso también las cosas en su sitio?”.
- “Pues yo creo que sí hace falta. Un primo mío jesuita me ha traído un artículo en francés sobre el grupo de teólogos de la Nouvelle Théologie y hablan de la urgencia de dar un giro antropológico en la Iglesia y en la teología”.
- “Me tienen muy harta los líos que se traen los teólogos. Nosotras, el único giro que tenemos que dar es el de ser más fieles a nuestra Regla y dejar de opinar sobre lo que no entendemos”.
- “Pero es que yo sí quiero entender más y que podamos enterarnos de cosas como esas que dice un tal Rahner, de que ser cristiano no es un estado, sino una aspiración que dura toda la vida… Y además querría tener a mano una Biblia y poder leerla entera…”.
- “Creo que no nos hace ninguna falta, ya tenemos en un solo libro el Nuevo Testamento, los Salmos y el Kempis. Y en el Antiguo Testamento hay muchos relatos escabrosos que no son propios de una religiosa”.
- “¡Pero yo antes que monja soy una mujer adulta! Lo hablé con las de Estados Unidos cuando pasaron camino de Roma: ellas están pidiendo que la autoridad sea menos vertical, que haya diálogo y que podamos opinar todas. Y me pregunto, lo mismo que ellas, por qué tenemos tanta clausura si somos una congregación apostólica y por qué llevamos en pleno siglo XX una toca de campesinas borgoñonas del XVIII…”.
- “Me parecen peligrosísimas todas esas ideas tuyas contaminadas de modernismo. Ya nos previno el padre que nos dio el retiro contra esas corrientes de pensamiento que pretenden cambiar las tradiciones de la Iglesia, olvidándose de que es sociedad perfecta, una, santa, católica y apostólica”.
- “A mí ese padre me pareció un horror y, en cambio, me encantó aquel misionero de Centroamérica que nos contó cómo viven allí la Iglesia, como un Pueblo de Dios que camina con los pobres. En cambio, miro el Vaticano, la silla gestatoria y las colas de los cardenales y me pregunto qué tiene que ver todo eso con el Evangelio y con las preocupaciones, alegrías y penas de la gente…”.
- “Ahora mismo te bloqueo en mi teléfono, aunque rezaré mucho por ti: estás en un camino de mucho peligro y que raya en la herejía… Que Dios te ampare”.
Pues sí, Dios nos amparó. Y bendito el amparo que nos llegó en forma de Concilio.