Decir a alguien “te quiero” es una de las cosas más bonitas y transformadoras que le podemos expresar a una persona. Por amor somos capaces de hacer cosas inimaginables, en muchos casos auténticas locuras. Y cuando el amor, de repente, se va, nuestra vida se resiente. El amor es una de las fuerzas de nuestro mundo. ¿No será que lo estamos descuidando?
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Una de las formas actuales que tenemos para expresar el amor es por medio de emoticonos. Recordemos esa multitud de corazoncitos que vienen y van todos los días por mensajes de móvil. Nos hemos acostumbrado a utilizar este símbolo universal del amor para otros fines que, de alguna manera, han desvirtuado su sentido profundo. Porque un LIKE, o un ME GUSTA en redes sociales, rebajan mucho la profundidad e importancia del amor en nuestras vidas.
El ser humano vive a merced de estímulos, experiencias, y quizás aquí está uno de los errores, pues también hemos convertido el amor en un sentimiento, una emoción que pasa; una sensación, algo que viene y va –como los emoticonos–, cuantificable, manipulable. Pero el amor es algo diferente, es una opción, una responsabilidad, un don y una tarea, un reto a renovar cada día que, si se cuida, da sentido a nuestras vidas.
Por eso, necesitamos recuperar el amor en su esencia. Y, para ello, no hay mejor ejercicio que volver a pasar por el corazón qué es el amor, qué importancia tiene en nuestras vidas y cómo podemos colaborar en nuestro mundo para que vivamos más desde él.
San Agustín
Buen guía para ello es san Agustín, uno de los autores que más y mejor ha hablado sobre el deseo de amar y ser amados. Muestra de ello es que muchos de los autores posteriores a él, ya sean medievales, modernos, contemporáneos, e incluso en la actualidad, tengan a san Agustín como referente cuando hablan del amor. Es una de las razones por las que, en muchas de sus representaciones escultóricas o pictóricas, aparece con un corazón en la mano.
El corazón inquieto de Agustín inició buscando el sentido de su vida en teorías filosóficas y diferentes creencias de la época. Pero solo comenzaría a encontrar algo cuando dejó de buscar fuera y comenzó a buscar dentro, en su interior. San Agustín toma la reflexión de Aristóteles sobre el anhelo de felicidad, que es propio de la condición humana, y lo relaciona con el amor, pues nadie desea lo que no ama. Expondrá Agustín que el amor consiste en el deseo de identificarse con el objeto amado. Y, a lo largo de su vida descubrirá que no todo tipo de deseo y amor es capaz de hacer feliz a una persona. Solo un eterno e imperecedero bien nos puede hacer de verdad felices, pues únicamente tal bien excluye todo temor de perder el objeto amado.
En el proceso de su búsqueda, Agustín concluirá que solo Dios puede garantizar una felicidad así. El amor nos une con Dios y nos hace partícipes de su eternidad. Esto sucede porque el ser humano, según san Agustín, se convierte en lo que ama. Por ello nos recordará: si amas la tierra, serás tierra; si amas al Dios eterno, compartirás la eternidad de Dios.
Llegar a estas conclusiones no fue sencillo para el joven Agustín. Tuvo que enfrentarse a muchos enemigos, pero, quizás, el peor de todos era él mismo. Vivía centrado en el exterior, en cosas que le aportaban gozo y alegría pasajera, pero cuando se miraba por dentro, lo que veía no le gustaba. Por eso, tuvo que, poco a poco, paso a paso, iniciar un camino de peregrinación hacia su interior que le llevó descubrir a ese Dios cercano, un Dios encarnado que caminaba junto a él.
Los grandes maestros de la antigüedad clásica de los que bebió Agustín (Cicerón, Sócrates, Platón, Aristóteles) tenían en gran estima el amor, y lo consideraban el motor del mundo. Pero sería, sobre todo, su experiencia de encuentro con la Sagrada Escritura lo que le acercó al Misterio de amor de Dios. Un Dios misericordioso que, a pesar de sus errores, lo amaba como Padre. Agustín descubrió que su camino estaba equivocado, pero que tenía la oportunidad de reaccionar, de cambiar. Y no tomó sus errores pasados como algo perdido, sino como aprendizajes para su vida futura.
Compromiso, opción, responsabilidad y experiencias de vida serían algunas claves importantes para la concepción agustiniana del amor. En su experiencia, Agustín descubrió que el amor al prójimo es la norma tangible del amor de Dios. Dirá él que gracias a la naturaleza práctica del amor al prójimo se elimina todo posible autoengaño. Y concluirá Agustín diciendo que el amor al prójimo es el modo más concreto y seguro de manifestar nuestro amor a Dios, pues no se puede amar a Dios a quien no ves si no amas al hermano a quien ves.
¿Hacia dónde amamos?
San Agustín nos hace reflexionar sobre nuestra manera de concebir el amor. El amor está presente en nuestras vidas, pero ¿qué tipo de amor vivimos? ¿Qué amamos? ¿A quién amamos? ¿Hacia dónde amamos? De ello dependerá mucho el tipo de decisiones que tomemos en nuestra vida.
San Agustín es uno de los grandes referentes de la unión de la mente y el corazón. Una reflexión encarnada y un corazón reflexivo, o lo que es lo mismo: amor y ciencia.
El proceso de búsqueda agustiniano ofrece pautas para encontrar el sentido y la verdad de nuestras vidas. Ese proceso nos conduce a la felicidad, una felicidad que solo será plena apuntando hacia la trascendencia, hacia Dios. Y la meta de todo, que es también motor y punto de partida, es el amor, un amor que san Agustín descubre solo en Dios y con Dios.
Hoy, en un mundo en continuo conflicto, en un mundo en guerra, en un mundo necesitado de reconciliación, tenemos el gran reto de recuperar el amor. Para ello, comencemos por nosotros mismos y, tomemos este consejo del gran Agustín: “Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien” (Homilía séptima sobre la Primera Carta de san Juan, 8). Si tomamos esta pauta en serio, mucho en nuestra vida y en nuestro mundo podrá cambiar.