Tribuna

Reflexión ética sobre el crimen de Fernando Báez Sosa

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El 18 de enero pasado, Argentina amaneció entre el estupor y la indignación ante la muerte del joven Fernández Báez Sosa, crimen perpetrado en la ciudad balnearia de Villa Gesell a manos de un grupo de jóvenes rugbiers de la localidad de Zárate, provincia de Buenos Aires. El hecho en sí mismo resulta atroz y de un salvajismo inusitado.

El grupo, compuesto por diez jóvenes, propinó una feroz golpiza que terminó con la vida de Fernando, quien se encontraba en situación de indefensión. Cualquiera de los detalles que los medios de comunicación ofrecen, más allá de precisiones o imprecisiones, genera escalofríos. Pero mucho más aterrador es el mensaje de uno de los agresores, Luciano Pertossi (18 años), que si bien dice que “le duele lo que pasó, arruinar a una familia”, inmediatamente aclara que: “Somos un grupo que salimos a divertirnos y nos jugó una mala pasada la vida, pero no por eso me voy a condenar, ni me voy a entregar”.

Otra cuestión que quiero señalar, es que según un testigo, al menos uno de ellos gritaba a la víctima: “negro de mierda”, calificativo que pareciera justificar el mal padecido. Ruego al lector disculpe el término, pero intencionalmente lo incluyo para resaltar la muy posible motivación del delito. ¿Acaso estos varones de pacotilla hubiesen golpeado hasta matar a un “rubio cool”, es decir a “gente como uno”?

La culpa… en el otro

Me propongo entonces una reflexión ética en torno a dos cuestiones (de las muchas que pueden extraerse de tremendo caso). En primer lugar, no quiero dejar pasar la idea de que “la vida puede jugar una mala pasada”. El joven se incluye en el grupo que sale a divertirse. Los verbos somos y salimos, implícitamente dan a entender que la opción ha sido personal y conjunta a la vez. Por el contario, la idea de que la vida les jugó una mala pasada, despersonaliza “la mala pasada”, y la responsabilidad parece recaer en “la vida” y no en los actores. “La vida”, expresada de modo ligero, algo así como un efluvio que vaya uno a saber por qué, se atreve a torcer la diversión programada. Y si la vida es esa fuerza anónima imprevisible que arremete y no se detiene hasta cobrarse una víctima inocente, no hay por qué condenarse ni mucho menos entregarse. Después de todo, sí, fue ella, “la vida”, no “yo ni nosotros”. Un modo sutil de colocar la culpa en el afuera.

Fernando Baez Sosa

Lo segundo que elijo destacar es la calificación y por ella misma la condena al “negro de mierda”. La frase parece indicar que “los negros/as” (¿morenos/as, pobres, disidentes sexuales, migrantes, otros/as?), seres humanos, claro, son personas de segunda categoría que parecen enturbiar la gracia y la belleza de las personas de primera categoría (blancos/as, educados/as, de clase social media-alta).

La consecuencia de los actos

Propongo adentrarnos en el mundo de la ética cristiana para repensar esta situación. Ante todo cuando hablamos de vida, nos referimos al don que nos ha sido dado por Dios como exteriorización de su amor por nosotros. Se inicia la gran aventura de construir el sello distintivo de cada uno/a en función de un proyecto anhelado. En este marco, la vida moral se construye mediante nuestros actos y omisiones en virtud de su ejercicio en libertad, con conocimiento y consentimiento. Por tanto, cada acto moral no aflora de la nada, brota como parte de ese mismo proyecto que tibia o fervorosamente ha ido gestando cada individuo. También hay que decir que la toma de postura tomada con anticipación respecto de los valores, influye en las decisiones posteriores. Por ello la vida no transcurre como algo activo en sujetos pasivos, es decir no nos juega pasadas buenas o malas, más bien se desarrolla en el juego de interrelaciones y actos humanos. Por tanto, a la hora de actuar, las consecuencias éticas son fruto de las actuaciones morales de unos/as y otros/as. No queda espacio para depositar la culpa en el afuera, es decir, en la vida.

Respecto de la descalificación del otro/a, por las razones que fueren, me inspira el filósofo E. Levinas cuando afirma que el yo se erige en sujeto cuando se confronta a otro sujeto diferente, a una otredad que lo interpela, dimensión donde aflora la cuestión ética. Es allí donde el rostro del otro se niega a la posesión, es decir a mis poderes (de fuerza, de violencia, de humillación). La expresión de ese rostro, para el caso el de Fernando, no reta a la debilidad de mis poderes, reta precisamente a mi poder de empatía con el otro. El rostro de Fernando nos habla invitándonos a una relación donde ninguna violencia sea posible. Por tanto, la única respuesta moralmente aceptable es acoger al otro, actitud que renuncia a todo intento de sometimiento y acepta de forma solidaria que el otro sea tal cual es.

El poder de estos jóvenes amorales se abalanzó sin piedad sobre un Fernando indefenso y vulnerable. En la Biblia muchas veces los pequeños son sinónimo de los indefensos, excluidos y otros. La posición de Jesús es clara: “Todo lo que hicieron con algunos de estos más pequeños, a mí me lo hicieron” (Mt 2540). Que el rostro de Fernando se convierta en símbolo de los muchos rostros amenazados por la falta de empatía de individuos y grupos amorales.