El viaje papal a Chile y Perú es un regreso a América, la sexta vez en cinco años de pontificado. Y de vuelta a Santiago, en un país donde el joven Bergoglio recibió parte de su educación, que ha recordado con gratitud, citando los versos de la poeta nacional Gabriela Mistral, en su saludo a las autoridades en el Palacio presidencial de La Moneda. En un discurso en el que afrontó sin vacilar las claves del bicentenario de la independencia chilena.
En primer lugar, con un elogio del sistema democrático, demostrado por el ejercicio del voto en las elecciones generales de hace un mes confirmó la alternancia en la presidencia después de años de dictadura militar, distante pero no olvidada. La democracia es necesaria, pero no suficiente, si no está respaldada por la voluntad común y cotidiana de contribuir al bien del país. “Seamos los constructores de la obra más bella: el país”, dijo el Papa citando las palabras del cardenal Raúl Silva Henríquez, arzobispo que fue capaz de enfrentar el período más oscuro de la historia reciente de Chile, y que unos años antes del golpe subrayaba cómo esta construcción debería haber sido el compromiso de todos.
Palabras que el Papa comparó con las de otra figura querida por él y canonizada por su predecesor, el jesuita Alberto Hurtado, quien concibió a la nación como “una misión a cumplir”. Una tarea a asumir especialmente a través de la escucha, en un país que se caracteriza por la pluralidad. Así, tenemos que escuchar a los desempleados, a los pueblos indígenas -“a menudo olvidados” y promover los derechos y la cultura-, a los inmigrantes y proteger a los jóvenes del “flagelo de la droga”, a los ancianos y a los niños, enumeró Francisco.
En este sentido, en un contexto católico marcado por la muy grave lacra de los abusos, el Papa expresó su dolor y vergüenza “ante el daño irreparable causado a los niños por los ministros de la Iglesia”. A partir de ahí, y mano a mano con el Episcopado chileno, el Papa dijo que “es justo pedir perdón y ayudar con todas nuestras fuerzas a las víctimas” y trabajo para que este escándalo -que ha socavado gravemente la credibilidad del clero- no vuelva a ocurrir.
Igualmente enérgicos fueron dos gestos de Bergoglio poco después de llegar a Santiago y durante el vuelo que lo llevó a Chile. Como primer acto de su viaje, el Papa quiso parar en las afueras de la capital para rezar en la tumba de una figura icónica y venerable del catolicismo chileno, Enrique Alvear, conocido como “el obispo de los pobres” y que fue, entre otras cosas, auxiliar del cardenal Silva Henríquez.
Y a los periodistas que le acompañan en este viaje Bergoglio les entregó una imagen que ha impreso para mostrar, de manera más eficaz de lo que pueden las palabras, los frutos de la guerra: la fotografía desgarradora -tomada por un joven fotógrafo estadounidense poco después de Bombardeo nuclear de Nagasaki- de un niño que lleva a un hermanito muerto sobre sus hombros y espera, mordiéndose los labios con sangre para detener las lágrimas, su turno para que el cuerpo del pequeño sea incinerado.