Tribuna

Reina Zelaya Díaz, tras las huellas de Monseñor Romero

Compartir

La tarde del 29 de noviembre de 1994, sor Reina Angélica Zelaya Díaz terminó de coser el vestido que al día siguiente vestiría para abandonar la congregación en la que había pasado los últimos once años: las Hermanas Pobres de San José. Lo había confeccionado con la ropa recogida para los pobres y alrededor de su cuello se puso la cruz del peregrino que había recibido en la Jornada Mundial de la Juventud en Denver.



Ya estaba decidida: dejaría Estados Unidos para regresar a su país, El Salvador, donde se sentía llamada a una nueva misión. Sin embargo, de repente sus certezas parecieron desmoronarse. El arzobispo de San Salvador, Arturo Rivera Damas, que había aceptado acogerla y ayudarla a dar vida al nuevo instituto, había fallecido repentinamente. Cuando una hermana joven le dio la noticia, la hermana Reina se quedó sin aliento. ¿A quién recurriría ahora? ¿Con quién podría contar en un país que abandonó a los 18 años en plena guerra civil y en el que ya no tenía familia ni amigos?

En ese momento, la ocasión de volver sobre sus pasos le llegó a través de la madre superiora. “Reina, ¿y si fuera una señal? ¿Qué pasaría si Dios quisiera decirte que te estás equivocado?” ¿Cuántas veces más Reina tendría que preguntase algo así después? ¿En cuántas ocasiones habría tenido que “buscar en su interior” para comprender si realmente seguir adelante era lo correcto, para superar el deseo de aferrarse a las propias seguridades y para reconocer si el deseo que sentía con fuerza era verdaderamente una inspiración del Espíritu? ¿En cuántas circunstancias se habría preguntado eso mismo?

Oscar Romero

“Y todavía me lo pregunto. Siento que todavía tengo mucho que descubrir sobre su voluntad”, dice la fundadora de las Siervas de la Misericordia de Dios, una congregación salvadoreña presente también en Argentina y Honduras, que agrupa a 46 religiosas menores de cincuenta años. Reina nunca lo hubiera imaginado aquella noche en que decidió seguir la voz que le susurraba desde hacía un tiempo estas palabras: “Tengo una misión especial para ti”. “Durante mucho tiempo intenté silenciarla. No prestarle atención. Recuerdo un sueño. Esta en Sesori, cerca de San Miguel, en El Salvador donde crecí. De repente vi la fachada de la iglesia y una voz me decía: ‘Reina, repara mi iglesia’”.

Estampita esclarecedora

Su significado, añade esta mujer de gran fe, le resultaría claro mucho más tarde. Cuando el 2 de diciembre de 1992, en el convento de las Hermanas Pobres de San José en Pensilvania, tras haber descubierto accidentalmente una estampita de la Divina Misericordia. Mientras recitaba la oración de la Coronilla, se rindió: “Señor, entendí que quieres algo diferente para mí. Intentaré comprender qué es”.

“Ese día hablé con la madre y de acuerdo con ella comencé un proceso de discernimiento. Necesité dos años para armarme de valor. No quería dejar a las hermanas porque me parecía una traición”, recuerda. Se inspiró en la fuerza de monseñor Óscar Romero, arzobispo de San Salvador asesinado por un sicario en 1980 mientras celebraba misa, compatriota y amigo de sus padres, proclamado santo por el Papa Francisco. “Sigo sintiendo esa fuerza. Poco a poco tuve claro lo que Dios me pedía: crear una congregación que fuera instrumento de su misericordia entre los más pobres, caminando junto a ellos, yendo a buscarlos donde estuvieran”.

Entre los pobres

El 30 de noviembre de 1994, Reina llegó a San Salvador con un traje hecho por ella misma y un cheque que no podía cambiar. “Fue difícil. Muy duro. Ya no era hermana de San José ni había creado una nueva congregación. No tenía dinero, ni casa, ni apoyo. Por suerte, las franciscanas y carmelitas me acogieron al principio. Pero tuve que buscar un alojamiento. Hablé con el nuevo arzobispo, monseñor José Luis Escobar Alas, para pedirle consejo y una carta para poder vivir en una comunidad religiosa.

Pero él me animó a hacer aquello a lo que había venido: caminar entre los pobres. Y así comencé. El 29 de junio me mudé a un gallinero que me prestó una familia de Planes de Renderos, una de las zonas más humildes de San Salvador. Durante el día iba a visitar a los enfermos a los hospitales, me quedaba con ellos, les hacía compañía. Iba a los mercados, el lugar más popular, porque, como enseña Santa Teresa de Ávila, ‘Dios está entre los pucheros’”, asegura.

Después de los primeros meses de soledad, llegaron las primeras jóvenes y así nacieron las Siervas de la Divina Misericordia de Dios, “aunque tuvimos que esperar antes de fundar la comunidad”. “Mientras tanto, nos comíamos el dólar de pan que nos daba una tienda y caminábamos mucho porque no podíamos pagar el transporte. En el gallinero, obviamente, no había baño así que nos lavábamos en la fuente antes de que saliera el sol para no ser vistas. El agua estaba helada, pero recuerdo lo hermoso que era encontrarnos juntas bajo un manto de estrellas. Bajo esa luz, mis dudas se disiparon: ese era mi lugar”, concluye.


*Artículo original publicado en el número de febrero de 2024 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

Lea más: