Breve reflexión acerca de un ‘dubium’ sobre las bendiciones de las uniones de personas del mismo sexo, proclamado por la declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe. A la pregunta propuesta: ¿La Iglesia dispone del poder para impartir la bendición a uniones de personas del mismo sexo? Se responde: Negativamente.
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Bajo el argumento de que las bendiciones son signos sagrados que pertenecen a los sacramentales por medio de los cuales se expresan efectos de carácter espiritual, se decide negar la bendición a las uniones de personas del mismo sexo. ¿Cuál es la razón de la negativa? Sostienen que no se puede bendecir el pecado, (es decir la unión en amor de dos que se aman). Parece un oxímoron pensar que en tal caso el amor es pecado.
Por mucho tiempo se ha interpretado la unión en una sola carne (cf. Gn 2,24) como unión en clave de matrimonio, sin embargo la palabra “carne” en la antropología bíblica indica “ser viviente”, subrayando su aspecto frágil y vulnerable. En consecuencia, la relación varón-mujer resulta modélica de otras formas de relaciones como ser la de padre o madre o madre, hijo hija, y por qué no las homosexuales.
De modo que el Génesis nos enseña que la diferencia inicial es vivida en historias y en contextos diversos y concretos. Se vuelve necesario advertir sobre el inconveniente de confundir narración y teología, porque la dificultad radica en tomar un elemento de la narración y aislarlo del marco en que se halla narrado (Wénin, 2015). Hasta aquí la pareja primigenia en su función modélica nada dice en el cómo deba ser su sexualidad, por el contrario se impone la dimensión relacional en amor mutuo y creativo contribuyente con la creación.
Un vínculo sin Dios…
Ahora bien, si pensamos en la santificación en la diversas circunstancias de la vida, ¿qué lugar ocupan la reciprocidad, la compasión, la solidaridad, el respeto mutuo, la fidelidad, la solidaridad, incluso el amor a Dios? ¿Qué lugar ocupan los valores humanos? Es más ¿Qué lugar ocupa el amor?
El libro del Cantar nos habla de la fuerza irresistible del amor porque “el amor es fuerte como la muerte, sus flechas son flechas de fuego, sus llamas, llamaradas del Señor. Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor ni los ríos anegarlo” (Ct 8,6-7). El mismo Papa Francisco ha citado implícitamente varias veces la famosa frase de Juan de la Cruz: “Al atardecer de nuestra vida, seremos juzgados sobre el amor”. Más fuerte resuena aún la preeminencia de amor: “Ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor” (1Cor 13,13).
Ciertamente con la sexualidad se puede hacer mucho bien o mucho mal. Para el caso ¿qué mal pueden hacer dos personas del mismo sexo que viven en compromiso de amor, respeto mutuo y fidelidad; que construyen bienes para sí y para la comunidad, que viven una vida ejemplar (de la que tengo mucho que aprender), que aman a Dios y le honran como testigos de una vida pródiga? Negar una bendición de alguna manera suena como negarles a las parejas homosexuales la gracia de Dios en sus vidas. Es arrojarlos a la agonía de un vínculo sin Dios.
En solidaridad con mis hermanos y hermanas homosexuales, les invito a coronar la unión de ese amor fiel rezando el pasaje del apóstol Pablo: “Tengo la certeza de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor” (Rm 8,38-39).