Tribuna

Resto o residuo… una vez más (ahora con el coronavirus)

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Hace varios años, siendo cura, escuche esta expresión que me sigue impactando: “Cada generación de cristianos, al igual que los judíos en el exilio, decide si, en el lugar donde le toca vivir la fe en Dios se constituye en resto fiel, o en residuo”.



Decidirse a ser resto fiel es descubrir en cada momento los “desafíos del mundo presente”, es percibir de qué modo Dios se está haciendo presente en el aquí y en el ahora… también donde hace falta que, en tanta “fealdad”, se haga presente su “hermosura, tan antigua y siempre nueva”.

Ser resto fiel en tiempos de pandemia es un “discernimiento en la tensión” que, día a día, tenemos que hacer como iglesia. Quizás comenzó con tener que decidir adherirnos al “quédate en tu casa”; nos significó renunciar a las celebraciones, a la vivencia sacramental comunitaria diaria, al cara a cara en la atención de nuestra gente. Se nos estruja el corazón pensando en una Semana Santa puertas adentro y celebrando solos; también cuando alguien, sin estar en una situación extrema, quiere participar de la eucaristía privada o que le llevemos la comunión… o decir no al requerimiento del “paso yo y Ud me da la comunión”. Ese “discernimiento en la tensión” nos ha hecho descubrir con tristeza que las otras mediaciones de Dios no las hemos ni practicado ni propuesto: el mundo creado, los afectos, los cercanos, los pobres, y sobre todo la Palabra, sin tener la excelencia de la presencia sustancial, son presencia real, viviente de Jesucristo.

Amor pastoral que busca un cauce

Ser resto fiel también nos ha significado discernir sobre nuestras presencias en las redes, la necesidad de nuestra gente y de nosotros mismos como pastores nos ha casi “obligado” a valorar esa presencia saliendo de la polaridad de “real o virtual”, y aprendiendo que es enormemente concreta y real aunque no sea corpórea. Este discernimiento en la acción no está libre de ensayos, errores, situaciones de improvisación que aparecen tiernas y hasta divertidas. Vemos a curas ensayando el “vivo” y transmitiendo cualquier momento doméstico, no darse cuenta que el micrófono está abierto o que la cámara sigue prendida… y emocionados descubrimos la “belleza” de ese amor pastoral que busca un cauce. Y a aquel clamor de “misas online” también lo hemos “enriquecido” y el discernimiento nos ha llevado a poner horarios de atención en despachos virtuales, teléfonos para que la gente se comunique, lugares en la web para aquellas situaciones de violencia doméstica.

Pero de pronto, el espacio virtual tiembla, se agrieta ante una necesidad que es tan real, tan concreta, tan corpórea que no puede ser atendida tras un ordenador o un teléfono; irrumpen en nuestro itinerario de discernimiento el hambre y la enfermedad de los más pobres. La necesidad de ser “resto fiel” y no residuo pone nuestro “discernimiento en la acción” en tensión. Para responder hay quienes tienen que “salir”; si quedarse en casa tenía como objetivo el bien mayor de preservar la vida de todos, ese todos compuesto de partes, clama por un “afuera” que salve la vida de los más necesitados.

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Ponerse al frente

No hay un “todos sanos” sin esa pequeña parte que hoy nos necesita; y tenemos que ser nosotros los que nos ponemos al frente, los que les hacemos saber a los más frágiles que no están solos, que nos tienen. Llevar viandas y bolsones, preparar espacios eclesiales para recibir a quienes no tienen piezas y baños exclusivos donde hacer su apartamiento preventivo no solo es un imperativo moral sino el “lugar” para comprobar si somos resto o residuo; acá no está en juego mi pericia para lo informático, ni mi timidez para las cámaras, ni la discusión de teología sacramental sobre si una persona participa o no de la misa tras una televisión o una computadora. Está en juego nuestra caridad pastoral, nuestro identidad con Jesús Buen Pastor que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal”.

En estos días, vamos percibiendo la calidad de nuestros curas y de nuestras comunidades; asombrados redescubrimos su arrojo y pasión por ser ese resto que ilumina, alimenta, acompaña. Nos enorgullece nuestro pueblo de Dios y sus pastores que con prudencia creativa descubren el primado de la caridad como el lugar privilegiado para encontrarse con Dios. La Iglesia –la esposa, la madre, la sierva– es hoy el primer sacramento de la presencia de Jesucristo en el mundo, el único que podemos pasear por nuestras calles. Porque si nos hacemos los tontos, si miramos para otro lado, si creemos que es responsabilidad de otros o categorizamos todo el espacio eclesial y toda nuestra gente como “grupo de riesgo”, pasamos a ser un “riesgo para todos”. Un residuo que sólo sirve para pudrir el resto, un deshecho que oculta su mal olor tras prácticas piadosas, una levadura farisaica que todavía se puede servir de solemnidades para evitar el desprecio, un club de cómodos que en vez de servir se sirve de la gente.

Como en distintos momentos de la historia, cada uno y todos juntos decidimos si somos resto fiel o residuo; el “discernimiento evangélico en la acción” nos pone en clave de resto fiel, nos hace repetir la historia de Tobit en Nínive, de los primeros cristianos en el Imperio, de nuestros mayores en la fiebre amarilla, el cólera o la lepra en nuestras tierras. Aun sabiendo que ese puñado que en cada momento de la historia respondió con fidelidad lo hizo a costa de su propia vida, también volvemos a afirmar que aquello sembrado entre lágrimas serán otros los que lo cosechen entre cantares.