Cuando se me ofreció la oportunidad de profundizar en las reflexiones de Chiara Giaccardi sobre la familia, un tema tan vasto como el océano, y en concreto sobre su análisis de la resistencia de la familia en este espacio-tiempo social acelerado y marcado por la pandemia, no sé por qué se coló en los primeros intentos de ordenar mis pensamientos una novela del escritor israelí Eshkol Nevo.
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No es, estrictamente hablando, una historia sobre la familia. Tiene como protagonistas a cuatro amigos en el umbral de los treinta años, buena época por haber compartido ya juventud y por tanto estudios, el ejército, muchos sueños y primeros amores. Les une como a los átomos en moléculas, incluso en momentos en que están físicamente distantes, una energía emocional profunda, una química de sentimientos alimentada por la necesidad de discutir todos los aspectos de la vida cotidiana y abrir juntos las puertas hacia el mañana.
Vieron por televisión la final del Mundial de 1998. Francia jugó en casa en París contra Brasil. Y los cuatro tratan de imaginar quiénes y dónde podrían estar en la próxima final. Así lo escriben en un papel, para guardarlo en secreto y descubrirlo juntos en el Campeonato del Mundo de 2002. En ese instante comienza una intensa danza de acercamientos y distanciamientos que, al fin y al cabo, es el corazón mismo del movimiento entre amigos.
Pero ¿no podríamos decir lo mismo de la familia?, me pregunto. Es decir, ¿puede el elusivo sentido de una familia ser representado como una coreografía? ¿Se puede imaginar como un baile? Atrapado ya en esta similitud, solo me queda compartirla, partir de aquí, de esta sensación de cuerpos en movimiento aprovechando que la mirada de Chiara Giaccardi no se detiene solo en la dimensión profesional enriquecida con la existencial, ya que junto a su esposo Mauro Magatti, sociólogo y economista, baila en una familia extensa y teñida de muchos hijos, biológicos y adoptivos, criados en una familia aún más grande, la de la asociación Eskenosen, una “tienda” plantada en Como, casi como si fuera un eco de símbolos, cerca del lago del mismo nombre.
Su tienda entre nosotros
Chiara explica: “En 2006 (¡año de la Copa del Mundo en Alemania ganada por Italia!, pienso yo), gracias a la generosa hospitalidad del Instituto Secular de las Hijas de Santa Ángela Merici, Compañía de Santa Úrsula, arreglamos una instalación antigua para poder vivir y acoger familias de inmigrantes. Les ofrecimos un alojamiento temporal y un entorno atento, inspirado en la escucha y el compartir de cara a su integración en el tejido social de la ciudad”. ¿Por qué Eskenosen? La inspiración remite al versículo de Juan “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.
En la traducción literal sonaría “puso su tienda entre nosotros” o “Él mismo se hizo una tienda para nosotros”; de ahí Eskenosen, verbo en tiempo pasado que contiene la palabra “tienda”. “Y en esta carpa también Mauro y yo, a lo largo de los años y sobre todo en los dos últimos marcados por la pandemia, hemos podido aprender con nuestros hijos y con otras familias que, o tiramos todos de una cuerda o nos caemos”. En uno de los prefacios de la exhortación Amoris laetitia, firmada con Mauro, Chiara Giaccardi definió a la familia como “patrimonio de la humanidad”. No la bandera de un grupo político o de un movimiento religioso, sino “un lugar extraordinario de relación y crecimiento que es de todos”.
Probablemente Wittgenstein tenía razón: la misma palabra puede describir esencias completamente diferentes en boca de diferentes personas. Y la palabra “familia” no es una excepción. “El covid nos obligó a comprender cuán fundamental es la familia. Si no hubiera familias, la sociedad no habría aguantado durante la pandemia. La familia ha sido escuela, pienso la educación a distancia, pienso en cómo se ha convertido en una enfermería debido a las continuas cuarentenas, o también en un patio de recreo.
Las familias han podido así reinventar, de la noche a la mañana, una vida cotidiana dotada de sentido y también de belleza propia. En esto se centra la imagen de la danza: la familia es una coreografía imperfecta y frágil, que no deja de ser un movimiento que es la esencia de la vida. Sin movimiento estamos incompletos, no estaríamos vivos” asegura Chiara. Lo mismo pensaba Georges Bernanos cuando en Monsieur Ouine observaba: “Se habla siempre del fuego del infierno, mientras que el infierno es frío”. El infierno es lo opuesto al movimiento, es la cristalización del dinamismo interior. Hielo, no llama iridiscente.
Efecto positivo del confinamiento
Y por eso, sostiene Chiara, toda esta coreografía de los deseos imperfectos, –porque son ciertos– “solo se puede vivir sin hipocresía en la familia, donde los lazos no se pueden revocar y no se eligen. Si la escenografía prevé que todo es calculable, el baile en familia no lo es. Si fuera todo debe ser perfecto, no es así dentro de los muros de la casa: en la familia se vive la alteridad, la imprevisibilidad en la vida cotidiana y también se celebra el cansancio y la imperfección humana”. El confinamiento físico, durante las semanas intermitentes de los distintos confinamientos o cuarentenas, ha tenido al menos el efecto positivo de redescubrir la calidad de las relaciones familiares, con su carga de imperfecciones.
Así, no solo en la llamada macroescala de valores la “salud” ha superado al “trabajo”, también la confianza en las personas que encarnan los afectos más cercanos a partir de los paternos ha aumentado significativamente. Evidentemente, el encierro en algunos casos también ha exacerbado las dinámicas interpersonales patológicas, generalmente preexistentes; en las encuestas, sin embargo, la “confianza en la familia” ha crecido en todo caso. El problema es, subraya Chiara Giaccardi, que en torno a las numerosas “tiendas” plantadas en el mundo contemporáneo, “el clima cultural se muestra hostil a la familia. Y por eso mismo revela una mirada miope”.
Con su figura existencial a menudo cínica, otro escritor francés, en este caso contemporáneo, hace decir al protagonista de su última novela: “La familia y la vida conyugal eran los dos polos residuales en torno a los cuales giraba la existencia de los últimos occidentales, en aquella primera mitad del siglo XXI, –medita Paul Raison luchando con una sociedad condenada sin apelación y casi resignada a sobrevivir en Aniquilar de Michel Houellebecq–. Otras fórmulas habían sido contempladas, en vano, por personas que habían tenido el mérito de percibir la desgaste de las fórmulas tradicionales sin poder concebir otras nuevas y cuyo papel histórico había sido, por tanto, enteramente negativo. La doxa liberal insistía en ignorar el problema, llena como estaba de su ingenua creencia de que el atractivo de la ganancia podía ocupar el lugar de cualquier otra motivación humana y podía, por sí mismo, proporcionar la energía mental necesaria para mantener una organización social compleja. Era manifiestamente falso, y a Paul le parecía claro que todo el sistema iba a sufrir un colapso gigantesco, cuya fecha y modalidad aún no era posible predecir”.
Gubernamentalidad logarítmica
El “sistema” ahora está dominado por la racionalidad digital tal como la interpreta y esclaviza el liberalismo apoyado en la fuerza de la tecnología. Es una estructura que se basa en la identificación de la gubernamentalidad logarítmica, “en lo que Gilles Deleuze hace ya treinta años –dice Giaccardi– llamó ‘sociedad de control’, donde los individuos se han convertido en dividuales, meras muestras estadísticas de datos para los mercados fruto de un proceso de individualización radical”.
Casi nunca somos conscientes de ello cuando compramos algo en Amazon o buscamos información en la Red, pero la Inteligencia Artificial, además de sustituir el desempeño humano en muchas áreas de trabajo, ya ha comenzado a reorganizarlas por completo. ¿Cómo? Actuando sobre el tiempo, sometiendo el tiempo de trabajo y el de la vida doméstica cotidiana a lógicas computacionales. La tríada de vigilancia aumentada, evaluación algorítmica y modulación del tiempo invierte en profundidad la estructura misma de la sociedad, conectando, –como sugiere por ejemplo la estudiosa Kate Crawford–, una microfísica del poder, es decir, la regulación de los cuerpos y de su movimiento por el espacio, con una macrofísica del poder, una logística de los tiempos planetarios y una información que inerva todo el planeta.
Y llega también “en familia”, continúa Chiara Giaccardi, quien reflexionó y escribió sobre estos movimientos profundos y sus impactos cotidianos junto a Mauro Magatti en Nella fine è l’inizio. In che mondo vivremo (El final es el principio. En qué mundo viviremos, Il Mulino, 2020). “Houellebecq, incluso con su mirada dura, logra describir la crisis por la que atravesamos y así nos invita a ir más allá, sugiriendo quizás la necesidad de superar el moralismo enfoque, a veces farisaico, en el que aún tantos católicos siguen atrapados”. Es en este nivel que quizás la pandemia “probablemente nos haya dado un toque de atención”.
Para liberar el pensamiento y el discurso sobre la familia de los estériles contrastes ideológicos en que los ha relegado el debate contemporáneo, hoy podemos decir ante todo que la familia no es un simple organismo de socialización, una célula de la sociedad o un núcleo funcional de roles sociales. En otras palabras, la familia no es una categoría sociológica ni un modelo rígido e inmutable.
La forma de la familia, como en un baile, ha cambiado con el tiempo y supera sus declinaciones históricas, a partir de la forma tradicional. “A estas alturas debería ser evidente que en la familia prima el sentido sobre la función”, indica Chiara. Y lo precede, liberando así el espacio para el deseo: “Mauro y yo también, como tantos padres durante la pandemia, experimentamos el sentido del límite. Y de la falta, que sin embargo se abre a la gratuidad”.
Me vienen a la mente los versos de Margherita Guidacci: “Solo lo imposible hace posible la vida humana. Haces bien en perseguir el viento con un balde. Por ti, y solo por ti, se dejará capturar”. Solo donde prima el sentido sobre la función, es decir, en la familia imperfecta, todos se vuelven indispensables: el abuelo con Alzheimer, la hermana, el hijo del vecino que llora y nos despierta en medio de la noche o un niño discapacitado. Debilidades muy humanas que en un sistema consagrado a la perfección serían más bien obstáculos e impedimentos, se convertirían en descartes.
Jaulas mentales
He aquí, entonces, una posible definición más allá de las ideologías: “La familia es un núcleo relacional estable en el tiempo, emocionalmente cálido, centrado en relaciones de reciprocidad y cuidado en el entrelazamiento de géneros y generaciones”. Para llegar allí, a esta definición, y así superar el dogmatismo –explica Chiara Giaccardi– también fue importante el trabajo del Observatorio Nacional de la Familia del Ministerio en el que participó Chiara como coordinadora del Comité Científico Técnico.
“Hemos logrado trazar un camino participativo, transparente e incluyente. Un diálogo dialógico y no dialéctico, atento a las distintas posiciones y sensibilidades que se convierte en riqueza solo cuando la preocupación no es ideológica. Partimos de un terreno común, sobre el que aunar los diferentes puntos de vista. La atención a los menores está en primer lugar en cuestiones como la atención a los niños que no nacen; o a los que padecen todas las condiciones que, como dice el artículo 3 de nuestra Constitución, impiden el pleno desarrollo de la persona humana y revelan los verdaderos rostros de la desigualdad como la pobreza educativa, la pobreza material o los padres que son incapaces de armonizar los tiempos familiares y laborales por motivos que muchas veces no dependen de ellos”.
Tal vez simplemente porque son padres solteros. El cambio de ritmo es un cambio de perspectiva, por lo que requiere concebir a la familia como el nudo de una red: “Necesitamos fronteras abiertas, relaciones que superen los muros de casas cada vez más inhabitables, necesitamos la capacidad de repensar los mismos lugares para vivir”. Y debemos liberarnos de la obsesión de que la palabra ‘familia’ pueda fijar su forma y sustancia. Las palabras, pensándolo bien, también pueden convertirse en jaulas mentales de las que es difícil salir.
Familia emblemática
Tal vez sea útil imaginar que las palabras individuales no son árboles sino bosques, bosques por explorar para encontrar en las sombras todos los matices de los objetos que representan a través del lenguaje. “De esta manera pudimos darnos cuenta, –continúa Chiara Giaccardi–, de cómo la familia es ’emblemática’ porque representa una ventana a la complejidad, uno de los pocos lugares donde se puede captar la interseccionalidad de los procesos y si esto no se entiende, no se puede actuar de manera útil y regeneradora después de la pandemia. O cómo la familia es ‘transductora’ y ‘resiliente’, ya que ha transformado las incompatibilidades en nuevas formas de abordar temas críticos, incluida la pandemia.
Bien lo decía Romano Guardini: “La familia representa el obstáculo natural más fuerte contra la absorción del individuo”. En definitiva, lo que el Observatorio intenta desarrollar es una hermenéutica contextual, “la única que creemos que nos permite propiciar el cambio necesario en un contexto en el que tratamos de contrarrestar la baja natalidad y en el que las políticas de natalidad y herramientas como las guarderías, los cheques bebé o la tributación calibrada son necesarias, pero no suficientes”.
Mononuclear o una vez que la forma patriarcal se ha desvanecido en los tiempos occidentales contemporáneos, la familia, por sí sola, no podría lograrlo. Y no lo lograrían, sobre todo, los niños y niñas que como nunca en los dos últimos años han padecido el frío de la soledad existencial y esa sensación de desorientación, de falta de referencias y de ‘hogar’ que un presente mutilado de futuro convierte en una fría prisión. Cada familia, recuerda el Papa Francisco, “es siempre una luz, por tenue que sea, en la oscuridad del mundo”. Es una llama frágil que, a pesar de todo baila, sigue danzando.
*Artículo original publicado en el número de abril de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva