Si hay un ícono de mujer que ha trascendido el tiempo y las culturas, incluso las religiones, es María la madre de Jesús. Las múltiples reflexiones mariológicas realizadas a lo largo de la historia de la tradición han puesto el acento en la subordinación, obediencia, virginidad perpetua y maternidad de María. Un ideal de mujer-madre-siempre/virgen, asexuada, obediente, silenciosa, sufriente, que poco se aproxima a las expectativas de las mujeres, y mucho menos a las mujeres víctimas de violencia de género. Esta imagen interpretada en un contexto patriarcal se proyectó como ideal de persona femenina.
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Según Ireneo por culpa de la primera virgen, Eva, el ser humano cayó y murió; por María, virgen obediente, Eva ha sido restaurada en María. Epifanio declaró que si la muerte vino de la mujer (Eva), la obediencia llegó a través de la Virgen. La mariología de sesgo patriarcal redujo a Eva al modelo típico de mujer seductora que induce a los hombres al pecado. El punto es que, en la imagen de María como la nueva Eva, adquieren relevancia los binomios obediencia-desobediencia, mensaje angélico-mensaje diabólico. Una simbolización negativa que injustamente recayó sobre las mujeres. Así también lo comprendió Grignon de Monfort al referirse a María como una mujer cuyo anhelo más grande ha sido el de ocultarse a sí misma y a todas las criaturas.
No dudamos que María es la primera que ha creído y es la primera testigo del amor salvífico del Padre (cf. RM 46). Ni dudamos que la ejemplaridad de la Santísima Virgen dimana del hecho de que ella es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (cf. MC 16). Pero nos preguntamos cuál es el modelo que María nos ofrece en clave liberadora, pues se afirma que: “A la luz de María, la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es espejo de los más altos sentimientos, de que es capaz el corazón humano: la oblación total del amor, la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo” (RM 46). Una proposición que coloca a las mujeres en situación de subordinación y, en algunos casos, de enajenación.
Encontramos entonces una mariología modélica que resalta la virginidad, obediencia y subordinación, pasividad y receptividad, convalidando las fantasías masculinas respecto de las mujeres a fin de someterlas a sus exigencias y, a la vez, legitimar el repudio por atraer a los varones hacia la corporeidad, el pecado y la muerte. En palabras de B. Forte (1993), una “estrategia machista para encumbrar a una sola mujer para rebajar a todas las demás”.
María, liberada y liberadora
La figura de María es sumamente relevante para las mujeres, incluso para aquellas que se han apartado de la Iglesia. A los santuarios acuden mujeres que no participan de la misa ni de actividades parroquiales pero sí veneran a María. A ella dirigen sus pesares, sus ruegos y sus agradecimientos depositando en ella toda su confianza. Si bien encuentran en María una intercesora femenina ante Dios como la mujer que transitó también incertidumbres, penas y alegrías; ¿encuentran estas mujeres en María un modelo ético adecuado para sus vidas? ¿cómo se integra un modelo subordinado e idealizado a las aspiraciones de mujeres que padecen agresiones, hostigamientos, abusos y arbitrariedades?
Las teólogas feministas, fieles al Evangelio, se han abocado a la lucha por la igualdad de derechos de las mujeres articulando fe y justicia. Nada más oportuno que revisitar a María para encontrar en ella a la mujer profética liberada y liberadora de las mujeres. Recorreremos los acontecimientos más significativos de María para recuperar a la madre de Jesús como mujer de fe ejemplar, escucha de la Palabra y disponibilidad en libre disposición y autonomía.
Coincidimos en que la opción por la virginidad se constituye en valor de excelencia en función de servicio, entrega y solidaridad en la comunidad de fe. También coincidimos con la teología feminista que resalta la virginidad de María como condición espiritual que expresa su disponibilidad radical para dejarse habitar por Dios. Sin embargo hay algo más. Los estudios de E. Johnson (2005) y L. Cahill (1996) revelan que la virginidad en el contexto de la iglesia primitiva conformó un camino opcional de ruptura y escape para eludir la estructura de la casa patriarcal que incluía el mandato de matrimonio, maternidad y servicio. En este sentido encontramos en María un signo de independencia respecto de la cultura judía, una decisión inconsulta, emancipada y sin vacilaciones. “Tenemos aquí una mujer cuya dignidad no depende de un varón; una mujer cuyo sí a la llamada de Dios fue al mismo tiempo un sí a la totalidad de su propio yo; una mujer que actuó con integridad de su propio centro” (Johnson). En este marco la virginidad de María pasa a ser revalorizada como opción libre y autónoma en su capacidad de agencia moral.
Cooperación con el plan de salvación
El binomio obediencia-sumisión atribuido a María habilita un camino peligroso para las mujeres y sobre todo para las más vulnerables. Referenciarse en un modelo pasivo, perpetúa y refuerza el círculo de violencia en el que están sumergidas. La mariología feminista, atenta a la simbolización del modelo mariano, recupera su significación como escucha de una palabra que le es dirigida personalmente, y a la que responde como verdadera discípula, en cooperación con el plan de salvación. Una escucha y aceptación que remite a la obediencia de fe o adhesión de fe, tal como lo expresa el apóstol Pablo (cf. Rm 1,5 y 16,26).
Si de obediencia se trata, necesariamente se requiere reconocer alguna autoridad y el modo en que se impone. La autoridad puede ser ejercida como mandato, ordenamiento o dominio, pero también puede ser ejercida como persuasión. No obstante, nadie debería estar subordinado/a a otro/a porque en el reino de los fines (Kant) el respeto por la dignidad humana se traduce en relaciones justas y equitativas. Sin embargo, los varones victimarios suelen atribuirse una falsa autoridad que exige obediencia y sumisión para doblegar a sus víctimas. Una peligrosa exigencia que genera angustia, desazón y frustración, puesto que ninguna persona, hombre o mujer, o institución alguna tiene autoridad para demandar aquello que Dios no demanda, habida cuenta que el concepto bíblico de autoridad divina es dialógico y no coercitivo (K. McDonnell, 2005).
El fiat de María
Para superar el símbolo de la “mujer de silencio” y destacar la figura de “mujer de palabra profética”, resulta adecuado conectar el fiat de María con el Magnificat (V. Azcuy, 2016). En la proclamación del cántico, María se autodenomina sierva o esclava (cf. Lc 1,48) en igual modo que en el fiat: “he aquí la esclava del Señor” (Lc 1,38). La condición esclava/o de Dios es ya conocida en las Escrituras. Ciertamente, el servicio es parte de la identidad cristiana, pero el énfasis puesto en la obediencia expresada en el sí de María, ha permanecido como expresión de dependencia heteronómica en predisposición de la subordinación de las mujeres. La mariología patriarcal ha interpretado la obediencia como acto de sumisión a la voluntad de Dios, un Dios al que se le ha atribuido el género masculino, entendido como autoridad masculina proyectada en favor de los varones. Sin embargo, el Magnificat nos muestra a María como la mujer fuerte que levanta su voz en denuncia de los males, producto de las injusticias.
La aparente pasividad que se deriva del fiat, constituye otro vértice de la heteronomía y la obediencia. En todo caso, se le confiere validez, en tanto actitud activa que requiere ser delimitada en función del bien del sujeto comprometido y del bien de la causa y del sujeto que le compromete. María expresa su libre respuesta en libre y gozosa aceptación del designio de Dios. Aquella figura de María como mujer sumisa, obediente, asexuada, ofrece un nuevo modelo de superación y empoderamiento. Es la mujer autónoma que elige cooperar con el plan divino, en actitud de autonomía, autoafirmación y discernimiento. Es la mujer que en tanto virgen elige ser ella misma, en libertad, independencia, no subordinada, no explotada, una mujer jamás sometida. Un modelo ético motivador de superación y liberación de las mujeres oprimidas, y un motivo ético superador del viejo modelo opresor que sigue vigente en el ideario cultural androcéntrico.