Más o menos todo el mundo conoce a Salomón. Aunque solo sea por ese disparate de querer partir en dos a un niño disputado entre dos madres, una historia que encontramos en el primer libro de Reyes (3, 16-28). Quizás, algunos también saben que la sabiduría del hijo de David y Betsabé, la adúltera, fue proverbial porque el reino de Salomón procuró a Israel, no solo la paz y la estabilidad, sino también el contacto con las otras grandes culturas del Próximo Oriente y, por tanto, una gran vivacidad cultural y progreso civil.
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Por eso, Israel atribuyó al rey Salomón toda la reflexión sapiencial que constituye la base de algunos libros de la Biblia escritos en distintas épocas (del siglo V al II antes de Cristo), que contienen frases, indicaciones y normas para una vida feliz y provechosa. Sin embargo, casi nadie sabe que la Sabiduría que hizo famoso a Salomón es una representación que, junto a otras dos figuras, la Ley y el Mesías, nos permiten entender por qué, pero sobre todo cómo, Dios se hace presente en la historia de su pueblo. Y Sabiduría es una figura femenina.
Mujer-Sabiduría
Entre las muchas cosas dignas de asombro que emergieron gracias a la restauración de la Capilla Sixtina (1980-1994), una es, en mi opinión, digna de mención. En el fresco de la Creación, que ocupa la bóveda, la atención se vuelve al vigor del Adán, a la grandiosa fuerza expresiva con la que Miguel Ángel supo dar cuenta de la relación de cercanía y al mismo tiempo de distancia entre el Creador y la criatura hecha a su imagen y semejanza.
La restauración sacó a la luz un detalle que ha permanecido oscurecido durante demasiados siglos: entre los putti que rodean y sostienen a Dios en su acto creativo, domina una figura femenina, a quien Dios une a sí mismo en un abrazo. ¿Será Eva? Muchos lo sostienen, aunque, en realidad, el pintor dedica un espacio determinado a la creación de Eva en los relatos del Génesis que acompañan a la pintura principal.
Si los historiadores de Arte tienden a identificar a esa mujer con Eva, los biblistas se aventuran con otra hipótesis muy bien acreditada por los escritos sapienciales de la Biblia. Leemos en el libro de Proverbios: “Yahvé me creó, primicia de su actividad, antes de sus obras antiguas. Desde la eternidad fui formada, desde el principio, antes del origen de la Tierra. […] Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando afinaba las fuentes del abismo […] yo estaba junto a Él, como aprendiz, yo era su alegría cotidiana, jugando todo el tiempo en su presencia, jugando con la esfera de la Tierra; y compartiendo mi alegría con los humanos” (Proverbios 8, 22-31). Es la Sabiduría misma la que se presenta como quien preside la Creación, como la fuerza creadora que hace de la Creación una obra que, tal y como indica el libro del Génesis, Dios vio “que todo era bueno” (Génesis 1, 31).
La reciprocidad que Dios establece con la obra de sus manos refleja, en definitiva, la relación lúdica que existe entre Dios y la Sabiduría. Le explicación sería larga, pero basta apuntar que, a pesar de que la estructura social de Israel era fuertemente patriarcal y a pesar de que esto a menudo imponía fuertes restricciones a las mujeres, en la literatura bíblica surgen testimonios del papel decisivo del papel de las mujeres en el desarrollo de la historia de Dios con su pueblo, así como reflexiones, ideas y menciones que revelan un imaginario religioso en el que la presencia de la mujer es protagonista. En este sentido, los escritos sapienciales son una verdadera mina.
El término italiano “sabiduría”, como el griego “sofia”, puede dar lugar a un malentendido en comparación con la palabra hebrea hochmah, de historia antigua, que hace referencia a una calidad superior que algunas personas tienen y otras no, la aspiración presente en las raíces más antiguas de nuestra cultura de saber orientar nuestras actitudes básicas en la tarea de vivir. La sabiduría no se enseña, pero esto no significa que la sabiduría no se aprenda: el significado más arcaico de hakam es el de hombre hábil, el artesano, en concreto, el orfebre, aquel que conoce bien un oficio.
La sabiduría bíblica tradicional no pretende ser fruto de una revelación divina, por eso ha sido definida como sabiduría laica. Y los libros sapienciales no contienen relatos míticos ni son obras filosóficas o especulativas, como las de los grandes pensadores griegos. Son un concentrado de saberes prácticos y reflexiones sobre la realidad vivida, no hay discursos edificantes ni exhortaciones devotas. La sabiduría no transmite ni siquiera un moralismo religioso fácil, sino que reclama, saber reflexionar y enfrentarse a enseñanzas que a veces incluso son contradictorias. Por eso el valor de la sabiduría es inestimable.
Un ejemplo elocuente
La división del libro de Proverbios en siete secciones podría recordar la declaración que abre el capítulo 9, “La sabiduría ha edificado su casa, ha labrado sus siete columnas”, aludiendo al hecho de que quien lee los proverbios contenidos en el libro acepta la invitación de la sabiduría a alojarse en su casa.
Mucho hay que decir acerca de los indudables rasgos misóginos presentes en el texto, pero no debemos olvidar que, más aún que en el texto, el androcentrismo fue uno de los elementos dominantes en la historia de su interpretación. De ahí la fuerte desconfianza hacia un pasaje como el de la alabanza a la mujer fuerte (31, 10-31) que se presentaba como toda una exaltación de la esposa ideal que vive solo en función de su hombre y de sus hijos.
El capítulo se titula Palabras de Lemuel, rey de Massa, “que aprendió de su madre” y, por tanto, hay que suponer que son las enseñanzas que la madre de un rey transmite a su hijo. No es de extrañar que durante mucho tiempo la imagen de la mujer fuerte que marca el libro fuera interpretada como una recopilación de sugerencias de la madre al futuro rey para elegir una esposa adecuada.
Al examinarlo más de cerca, el poema cierra apelando directamente a una de las “muchas mujeres valiosas” y esto nos permite suponer legítimamente que, si la primera parte del discurso de la madre está dirigida al futuro rey, la última parte es el elogio a una hija “digna de alabanza”, a la que debemos estar agradecidos por “el fruto de su trabajo” y cuyas “obras” se deben alabar “en la plaza”.
Lejos de ser el elogio a una futura nuera por parte de una suegra ilustre, por tanto, el pasaje contiene las enseñanzas pertinentes para la educación del príncipe Lemuel y de una princesa, cuyo nombre no se dice, pero que es interpelada directamente. Los estudios arqueológicos e histórico-sociales han destacado que las mujeres eran propietarias de las tierras y participaban activamente en la vida social dedicadas al comercio o la producción y venta de telas de lujo, es decir, lejos del ideal de amas de casa que las convertía en reinas del hogar.
Por no mencionar que las preciosas telas de sus vestiduras (v.22), lino y púrpura, son las mismas que adornan el arca que guía al pueblo en el desierto o que visten a los sacerdotes del Templo y que, además de a ella (v. 25), en toda la Biblia solo Yahvé se viste de fuerza (Salmo 93, 1).
Descrita con rasgos característicos de la época, la mujer fuerte que describe el autor del libro de Proverbios es la Mujer-Sabiduría, personificación de la Sabiduría de Dios. El rey debe estar ligado a ella, como lo demuestra la oración para obtener la sabiduría que, como era de esperar, se le atribuye a Salomón (Sabiduría 9, 1-18).
No es el ama de casa, sino la que, habiendo construido su casa, “ha preparado su mesa y ha mandado a sus criadas a proclamar a los promontorios de la ciudad: “Quien sea inexperto, que venga aquí”. Y a los insensatos les dice: “Venid a compartir mi comida y a beber el vino que he mezclado. Dejaos de simplezas y viviréis, y seguid el camino de la inteligencia”, (Proverbios 9, 3-6).
*Artículo original publicado en el número de febrero de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva