La misa ha terminado, ahora vamos a la misión. Este es un dicho común que usamos para decir que la eucaristía no termina con la bendición final; al contrario, la celebración nos alimenta para la misión. Así es el proceso del Sínodo: el evento sinodal ha terminado, pero ahora comienza la tarea de hacer realidad la misión sinodal.
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A menudo, escuchar es difícil, porque hemos sido educados para escuchar solo lo que nos agrada. El evangelio nos dice que los discípulos trataron de silenciar a Bartimeo, que clamaba a Jesús para que tuviera misericordia de él y lo sanara de su ceguera. En muchas realidades de hoy, tratamos de silenciar a los ‘bartimeos’ para no escuchar sus interpelaciones. En cambio, las sesiones de la asamblea fueron un espacio para cuestionar la acción de la Iglesia en diversos ámbitos: con los pobres, las mujeres de las periferias, las madres solteras, los agentes pastorales heridos por las estructuras cerradas. Pero también fueron diálogos de alegría para percibir la presencia profética de la Iglesia en situaciones donde la vida está amenazada, en la defensa de la dignidad de la vida humana.
Llevo en mi corazón las últimas palabras del papa Francisco en su homilía del domingo 27 de octubre, último día del Sínodo: “No una Iglesia estática, sino una Iglesia misionera, que camina con el Señor por los caminos del mundo”. Por supuesto, todavía encontraremos personas que quieren continuar en una Iglesia quieta y autorreferencial, sin tener la experiencia de la escucha, el discernimiento y la vida en común. Pero el Sínodo me deja a mí –y creo que a muchos de nosotros, cristianos laicos que hemos tenido la gracia de participar– la necesidad de asumir la urgencia de ser sujetos eclesiales, maduros y corresponsables en la misión. El aprendizaje, los estudios, el compartir, la convivencia, todo reforzó la eclesiología de la Iglesia Pueblo de Dios, que camina tras las huellas de Jesús y se reconoce signo del Reino.
Tal vez, muchas personas estén insatisfechas con el proceso y el resultado final del Sínodo, porque esperaban más. Creo que los que se van con este sentimiento pueden no haber tenido la experiencia de orar en el Espíritu: sentir que no somos nosotros los que podemos hacer nuevas todas las cosas, sino creer que el Espíritu Santo de Dios es el protagonista, como se nos recordaba en cada sesión. De hecho, el Sínodo me llevó de vuelta a Pentecostés: somos guiados –o debemos dejarnos guiar– por el Espíritu Santo. Hoy, más que nunca, este Espíritu de profecía sopla en tiempos tan turbulentos.
Testigos de paz
Otra cuestión me generó mucha ilusión. Después de la votación del texto final, el Papa compartió con total naturalidad que, en tiempos de guerra, debemos ser testigos de paz, aprendiendo a vivir con las diferencias. Y por esta razón, en lugar de publicar una exhortación apostólica, asumirá el documento tal como estaba allí. Esto ya apunta a una apertura muy grande para el futuro de la Iglesia. En la urgencia de este tiempo, no hay que esperar: el Papa asume el resultado votado por la asamblea.
En la historia de la Iglesia no ha ocurrido nada igual. Muchos no comprenden el sentido de autonomía de este gesto: los obispos validan lo que nosotros, laicos y laicas, señalamos. Así que veo esta actitud durante el Sínodo como una gracia, un ‘kairós’ para la Iglesia. Ser un instrumento de paz frente a las realidades de las guerras, asumir la diversidad de los miembros de la Iglesia que estaban allí reunidos, mostrar autoridad y respeto por la asamblea, es de una madurez y responsabilidad que solo un pastor como el papa Francisco puede encarnar. Creo que lo que hizo fue lo que Pablo VI quería hacer y no consiguió, pero dejo que lo confirmen los eruditos.
Puerta de acogida
Me voy de esta segunda sesión con alegría. El Documento final aborda temas de actualidad y reafirma lo que hemos sostenido como testimonio y profecía en la Iglesia de América Latina: la opción preferencial por los pobres. No para hacerlo realidad para los pobres, sino para hacerlo con los pobres. Para ello, es urgente formar a todo el Pueblo de Dios, para ofrecer una formación compartida y colegial, para que no corramos el riesgo de que otros se queden atrás. El documento afirma que es necesario invertir en formación. Esta afirmación es importante para nosotros, los cristianos laicos, que hacemos este primer contacto, somos una puerta de acogida para estas personas y estamos directamente implicados en estas realidades.
El texto final enfatiza también la necesidad de un cambio estructural. La asamblea fue un taller sobre cómo aplicar las dinámicas de la sinodalidad: una Iglesia que escucha, que experimenta, atenta a los signos de los tiempos, una tienda de inclusión que tiene espacio para todos, todos, todos.
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