Pablo Galimberti di Vietri. Obispo de Salto (Uruguay)
La Iglesia Católica aconseja la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos. No obstante, afirma que la cremación no es contraria a las enseñanzas de la Iglesia. Y añade que es aceptable siempre que esta opción no obedezca a la negación de los dogmas cristianos o se realice como expresión de odio contra la religión católica y la Iglesia.
Lo que está ocurriendo actualmente en nuestro país y en el mundo es el incremento de la práctica de la cremación. La Iglesia la acepta, pero propone a los cristianos revisar los motivos que llevan a esta práctica.
La reflexión parte de un fundamento firme de la fe cristiana, que está afirmado con toda fuerza en el Nuevo Testamento, a partir del acontecimiento más fuerte y sorprendente: la resurrección de Cristo. Si Él salió de la tumba, nuestro último destino jamás será transformarnos en polvo. Si Cristo resucitado mostró las cicatrices de sus manos y de su costado, esa es la señal de que existe una continuidad entre el que murió y el que al tercer día resucitó.
Este hecho es la roca firme de nuestra fe. Así lo afirmamos y cantamos: “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma: y, al deshacerse nuestra morada terrena, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. Esto lo reafirmamos cada vez que rezamos especialmente por nuestros difuntos.
La Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados. Lo que está en juego es la dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia.
Algunos pensadores existencialistas han subrayado la significación del cuerpo diciendo: “Yo soy mi cuerpo”. O sea, mi expresión corporal refleja mis pensamientos. Mi manera de mirar y caminar están mostrando la intención de mi mente, la sensibilidad de mi corazón.
“Si Cristo resucitado mostró las cicatrices de sus manos y de su costado, esa es la señal de que existe una continuidad entre el que murió y el que al tercer día resucitó”
Otro argumento a favor de cuidar el lugar donde depositamos las cenizas, que no puede ser cualquiera, es lo referente a la memoria de nuestros mayores, de los que nos ayudaron al nacer y a crecer, de los que nos educaron. No me refiero a una memoria al estilo de Funes el memorioso, el cuento de Jorge Luis Borges, que era cuantitativa. La memoria es un fenómeno afectivo, conserva la sonrisa y los colores de rostros y emociones, el sonido de la voz de quienes nos trajeron al mundo y nos acunaron. Los rumores de la cocina donde nuestras madres preparaban nuestro almuerzo dominical. No es bueno, por tanto, que esas vivencias queden como borradas por el viento. Conservarlas en un “lugar” nos ayuda a ser agradecidos. Salvo que esos recuerdos resulten nefastos para algunos. La Iglesia aconseja que cuando por razones higiénicas, económicas o sociales se opte por la cremación, esta no debe ser contraria a la voluntad expresa o razonablemente presunta del difunto.
La palabra castellana “cementerio” proviene de griego y significa “lugar de los que duermen”. Y si alguien duerme significa que tarde o temprano “despertará”, o sea, resucitará, que será nuestro esplendoroso despertar para siempre. Por eso prefiero usar la palabra “cementerio” y no “necrópolis” o ciudad de los muertos.