Lo principal para resucitar es aprender a jugar. La seriedad que suele caracterizarnos solo puede provenir de la mucha importancia que nos damos. Todos los buscadores espirituales en general, pero las personas religiosas en particular, están –estamos– normalmente demasiado obsesionados con nosotros mismos y con nuestro camino. Para contrarrestar esta tendencia, hay que jugar, es decir, mantenerse activos sin afán de rendimiento, solo por disfrutar.
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No conozco a ningún adulto que dedique regularmente algún tiempo a jugar. No me refiero a entretenerse con una máquina para alienarse del mundo, sino a mancharse las manos, a interactuar con los otros, a sacar lo mejor de sí sin atender al resultado. Los adultos no jugamos porque no tenemos tiempo, eso decimos; y si jugamos es para matar el tiempo, también eso decimos. En el verdadero juego, por contrapartida, la sensación de tiempo desaparece y se hace la experiencia de la eternidad (que no es otra cosa que la plenitud del tiempo, no su extinción).
La importancia de fracasar
Pero la razón última por la que los adultos no jugamos es porque tenemos miedo a hacer el ridículo y a fracasar. Es el temor al fracaso lo que nos impide jugar con libertad. Ahora bien, no se puede resucitar sin fracasar una y otra vez, tantas cuantas sean necesarias. Hay que fracasar hasta que nos demos cuenta de que eso no tiene la menor importancia.
Junto al juego, está la risa, puesto que reír es el inicio, cuando no la cima, de la espiritualidad. Saber reírse, carcajearse, es algo raro entre los mayores: supone soltar el cuerpo, abandonarse, olvidarse de la propia imagen. Reírse es una forma muy hermosa y efectiva de fundirse con lo que hay, de participar de la fiesta de la vida, que suele ser intensa y variopinta. Sin embargo, sea por convenciones sociales o por timidez (que no es sino otra de las muchas manifestaciones del ego), nos resistimos a responder de forma espontánea o natural.
La risa es particularmente útil porque nos libera de nuestro principal apego: nuestro yo. En el mundo del zen se dice que la iluminación consiste en ver la broma cósmica en la que estamos inmersos y, en consecuencia, en soltar ante ella una buena carcajada. No reírse es una dificultad seria para poder resucitar.
Lo ideal, además de reír y jugar, es tener un niño en casa: escúchale, juega con él, entra en su lógica… Esta es una de las mejores escuelas, de cuantas conozco, para resucitar. Solo así se descubre que todos tenemos dentro, a mayor o menor profundidad, el niño que un día fuimos. Ese niño tenía sus temores y pesadillas (no se trata de idealizar la infancia), pero vivía en medio de una confianza básica y sustancial. El impulso de apropiación y de autoafirmación ya está latente en el niño –aun en los más pequeños–, pero el germen de la frustración y de la sospecha no han prosperado todavía. O no al menos del todo. Ese niño interior –confiado e inocente– es el que resucita, casi milagrosamente, cuando nos sentamos a meditar.
Así que pon a tu niño interior en tu centro, como hizo Jesús con los niños que le presentaron. Mira bien que el niño no tiene planes, más allá de lo inmediato. Mira que su fragilidad (y nada hay tan frágil como un niño) es vivida sin temor. No se trata simplemente de ser ese niño que fuiste, sino de serlo después de haber dejado de serlo. La vida espiritual no invita a una ingenuidad infantil, sino lúcida. No a un candor ignorante, sino sabio. Te invita a una segunda inocencia. Y eso ¿en qué consiste? En ver el bien del mundo y en permanecer lo más posible en esa mirada. En trabajar con la disposición del juego. En orar con la disposición del descanso. En escuchar con la disposición del asombro. En volver al cuerpo, que es lo primordial. En contactar a menudo con los animales y con la naturaleza, pues son nuestro reflejo. Resucitar es ser como niños, y eso supone hacerlo todo despacio.