JESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor
Se repite constantemente, pero no acabamos de asimilarlo. La vida ha cambiado mucho y de manera muy rápida, vertiginosa. En los últimos 30 años, más que en los 300 anteriores. Y nadie sabe en qué va a terminar todo esto… De una sociedad relativamente sencilla, asentada en la familia con valores tradicionales, hemos pasado a una sociedad de confusión política y relacional, con un ritmo acelerado y una tecnología abrumadora. El cambio es profundo y global, merced a la comunicación de masas, la facilidad de viajes internacionales y el crecimiento exponencial de la alfabetización. Además, Internet ha venido a sumarse alcanzando cualquier rincón de la vida cotidiana. Las nuevas generaciones, afectadas por esta circunstancia, han adoptado nuevos valores, nuevos comportamientos y una nueva cultura.
En este contexto, la Iglesia es vista por mucha gente como una realidad trasnochada, en lo que propone, en el lenguaje que usa, en las normas que impone y hasta en las ceremonias, vestimentas y oropeles que usa. Además, cuando habla la Iglesia, muchos solo registran alguna prohibición moral, casi siempre relacionada con la sexualidad, y les parece que solo se ocupa de juzgar y de restringir la vida.
No es necesario decir que el pasado no va a volver. Debemos asimilar con sabiduría y paz que una parte de aquella sociedad, basada en el fundamento de la familia, la escuela, la catequesis y la autoridad reconocible, pertenece ya al pasado. Y mirar la realidad pasada como algo perdido que debemos recuperar a toda costa es el camino más directo hacia la frustración. Esto provoca desconcierto y ansiedad en la mayoría de los fieles tradicionales; en esa buena parte de la grey que hoy en día sigue asistiendo a misa, yendo a las procesiones y dejándose guiar con docilidad por la jerarquía católica, que se siente incomprendida e incluso considerada como desfasada y hasta exótica por una parte de la sociedad.
La Iglesia, como cualquier comunidad humana, tiene una serie de necesidades: autonomía, seguridad, respeto a los valores y a la identidad que va construyendo a lo largo de los años. En ciertas ocasiones, algunas condiciones puntuales o del contexto nos pueden predisponer a ver amenazadas esas necesidades. Y eso nos hace percibir a los demás como enemigos. Y la imagen del enemigo nos genera emociones: miedo, rabia e incluso odio. Que dan paso a inevitables consideraciones valorativas: estereotipos o prejuicios; con reacciones de alejamiento del otro e incluso de defensa. Todo esto es natural y encierra una cierta lógica. Porque la Iglesia tiene derecho a defender sus ideales y su identidad, ya sea en la intimidad o públicamente, y no debe ser agredida.
Pero también es verdad que esa misma Iglesia debe sopesar la realidad en que vive, con discernimiento y cautela; evitando llegar a una situación de conflicto en la que registremos todo lo que diga y haga el otro como un ataque hacia nosotros, sintiendo los dirigentes religiosos y sus seguidores incondicionales que están en grave peligro y que ha llegado el “acabose”.
Los católicos no podemos vivir siempre en estado de alerta, con las emociones a flor de piel, con reacciones protectoras y desmedidas, más fuertes que la cordura y la razón. Porque algunos pueden incluso llegar a ejercer la violencia e imposibilitar así que los conflictos se puedan resolver de forma constructiva.
La complejidad de la sociedad actual la hace más proclive a la propuesta amable que a la condena o la imposición. Considero, pues, que debemos adoptar una actitud más empática y menos enfática, más cercana a los modos y formas que va adoptando el papa Francisco, cuyos beneficios están a la vista.
En el nº 2.995 de Vida Nueva