Ante las noticias sobre cómo la Iglesia debe afrontar el delito de abuso por parte de clérigos, muchos confunden el sigilo (secreto) sacramental y el secreto pontificio, cuando son dos cosas bien diferenciadas en Derecho canónico.
El secreto de confesión (o sigilo sacramental) viene regulado en el canon 983 del Código de Derecho Canónico como concreción de una norma de Derecho divino: la obligación absoluta que tiene el confesor de guardar secreto de todo aquello que pueda oír en el sacramento de la penitencia; jamás podrá revelarlo a nadie, ni siquiera si la confesión del penitente no acaba en absolución. De esta obligación sagrada ninguna potestad humana puede dispensarle, ni la autoridad suprema de la Iglesia (el papa o el concilio), ni tampoco el propio penitente. Igualmente, la Iglesia no tiene potestad para suprimir ni limitar el secreto de confesión.
La revelación directa (informar del pecado y del pecador) es uno de los delitos más graves en el Código (c. 1388 § 1), y viene penado con excomunión ‘ipso facto’ (‘latae sententiae’), cuya remisión es competencia exclusiva de la Santa Sede. La razón de una protección canónica tan alta es que el sacerdote está actuando ‘in persona Christi’ y, por ello, no puede traicionar la confianza del Señor ni la del fiel que se acerca a la confesión, pues equivale a una conversación íntima entre Jesucristo y su discípulo. El principio de libertad religiosa en los Estados democráticos incluye que sea respetado el secreto de confesión; si en algún momento se abandonara tal protección, ningún sacerdote católico podría acatar la orden de revelar una confesión.
Obligación de reparación
El secreto de confesión en un delito de abuso sexual contra menores en modo alguno impide que el delincuente/penitente rinda cuentas ante la justicia: en efecto, el sacramento de la penitencia perdona la culpa espiritual, pero persiste la obligación de la reparación del daño, según establece el canon 128 (como si un fiel se acusa de hurto o robo, permanece la obligación de restituir). El penitente no debe ser absuelto sin imponerle la condición de asumir la reparación del daño y afrontar la responsabilidad jurídica tanto en el ámbito canónico como en el civil, y quedará obligado a hacerlo.
Por otra parte, el secreto pontificio es la obligación de guardar reserva sobre ciertos aspectos del gobierno de la Iglesia en los que intervenga la Santa Sede. Viene regulado por la instrucción ‘Secreta continere’ (1974), de Pablo VI. El secreto pontificio no es de Derecho divino ni es absoluto, puede dispensarse y podría cambiar por decisión legislativa. Su función es evitar males que podrían derivarse de una publicación descontrolada de materias que pueden afectar a la conciencia, la fama de las personas, la presunción de inocencia, etc., como también guardar la discreción debida en otros asuntos, como las gestiones para la designación de un obispo diocesano.
Pero el secreto pontificio no impide en modo alguno que las normas canónicas deban tener efectos, ni que se lleve a cabo un proceso penal, ni que la autoridad eclesiástica ponga en conocimiento de la autoridad civil los hechos que puedan ser constitutivos de delito, pues la normativa vigente sobre los delitos más graves expresamente lo contempla así. El secreto pontificio no tiene por finalidad encubrir actividad delictiva alguna, y si en cualquier momento una autoridad eclesiástica lo usase con esa espuria finalidad, incurriría en las penas previstas para los encubridores de un delito.