Hubo un tiempo en que toda la grisura de mi cabello se concentraba en un solo mechón. El mismo que llamaba mi atención cuando era niño en aquella fotografía de mi abuelo, a quien nunca conocí. Murió pasados los cuarenta, dejando viuda y seis hijos, como dicen lacónicas las esquelas. Dejó también, en realidad, un mechón encanecido para ornar la frente de su primer nieto. Pobre herencia para el mundo; no tan pobre para mí.
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No pudimos encontrarnos en vida, pero mi reflejo gris en el espejo me ha conducido una y otra vez al suyo blanco en la foto. Y a sus cejas pobladas, sus ojos vidriosos, su media sonrisa, su pronto partir. Es como si ambos llevásemos sobre el rostro un miércoles de ceniza perpetuo que nos permite conversar, aunque sea fugazmente. “Polvo eres”, le digo desde este lado del espejo; “en polvo te convertirás”, responde él cariñosamente desde el otro. Tristes voces para el mundo; no tan tristes para mí.
Coloquio familiar
En este coloquio familiar avivado por la muerte percibo un eco de ese otro cuaresmal que a todos nos apremia. También hay allí un diálogo ancestral, un gesto insólito. Doblamos la cerviz para que nos signen de ceniza. Y cae sobre nosotros lo que resta de aquellos olivos agitados hace solo unos meses, el Domingo de Ramos. El tiempo y la pasión nos los devuelven como polvo de sepulcro.
Eso somos y seremos: indigencia incapaz contra la tumba… ¿Inútilmente? ¡No! La marca cenicienta trae consigo usos penitenciales del pueblo hebreo y una tradición litúrgica que se remonta al menos a Gregorio Magno (s. VI), pero su fulgor nos orienta al futuro pascual. Si portamos con gozo el barro de Adán y la pena de Caín es porque esperamos el soplo del Espíritu y la gloria del Señor. Hacia Él desplegamos hoy las verdes ramas para ser con Él mañana polvo enamorado.
De su mano
Ahora que la edad de su sepultura no me queda tan lejos y que me acerco a ella sin mujer y sin hijos, las canas de mi abuelo cubren del todo mi pelo. Sigo escuchando en ellas ese ‘memento mori’ que hace densa mi vida y espolea mi amor. Es él. Viene conmigo. De su mano me lleva a la fila común. Y me urge a inclinar a tiempo la cabeza y a recibir de Cristo esa pavesa —ya ceniza— que perfila de nuevo su mechón en mi frente. Leve signo para el mundo; no tan leve para mí.