Hace algún tiempo, a instancias del papa Francisco, la Iglesia entera se sumergió en una palabra: sinodalidad. La acuñamos como nueva, como si nadie supiera que la esencia misma de la Iglesia, desde su fundación, es sinodal. Recordemos que “al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar” y empezaron a caminar juntos.
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Dada como método para las reuniones previas, se empezó a hablar de la conversación espiritual, también como una novedad que tampoco lo es. Podemos remitirnos a san Ignacio de Loyola o un poco más acá al discernimiento espiritual comunitario que ejercitan algunos movimientos eclesiales desde pocos años después del Concilio Vaticano II.
Pareciera que Francisco se empeña en que esta Santa Madre recupere su memoria, la ancestral, la que integra la Palabra con la Eucaristía, la de la historia sagrada escrita con los nombres –cuerpo y sangre– de quienes nos precedieron. Y sin ir demasiado lejos, la de un concilio que aún nos cuesta tanto.
Nuestro Papa hace todo y más para empezar a caminar estos recuerdos adormecidos y no da entidad a esta ignorancia sistemática que se manifiesta cuando no se dice nada en aquello que se nombra de memoria o parece enjaulado para pocos.
Conversación Sustentable
Veamos las escenas y los gestos. Francisco hizo una propuesta que comenzó hace dos años. Este octubre pasado, llamó a muchos y a muchas por primera vez en la historia de nuestra Iglesia; puso mesas redondas que llamaron la atención, pero que tampoco son una novedad; ordenó la logística y los escenarios con sutileza y verdad; decidió que una mujer –Momoko– presidiera en su nombre algunas sesiones del Sínodo y, como si fuera poco, hizo sustentable la diversidad de pensamientos, sentimientos y espiritualidades para que, a la escucha del Espíritu, se pudiera conversar sinodalmente.
Durante el transcurso del Sínodo, también presentó tres documentos. La exhortación apostólica ‘Laudate Deum’, para el mundo entero, acentuando las insuficientes reacciones ante el desmoronamiento del mundo “y quizás acercándose a un punto de quiebre”. La exhortación apostólica ‘C’est la Confiance’ para que, con la confianza en Dios, “el manantial de la gracia desborde nuestras vidas, el Evangelio se haga carne en nosotros y nos convierta en canales de misericordia para los hermanos”. Y la carta apostólica ‘Ad theologiam promovendam’ con la que ha reformado la Pontificia Academia de Teología, para que la teología no quede desprendida de las realidades del mundo, fuera del servicio para la evangelización de los pueblos y que ponga la mirada y el amor en sus heridas.
Como si fuera poco, en la alocución final ante el Sínodo dejó bien dicho y advertido que “el clericalismo es un látigo, es un azote, es una forma de mundanidad que ensucia y daña el rostro de la esposa del Señor; esclaviza al santo pueblo fiel de Dios”. Y agregó: “Y el pueblo de Dios, el santo pueblo fiel de Dios, sigue adelante con paciencia y humildad soportando los desprecios, maltratos, marginaciones de parte del clericalismo institucionalizado”. Esta advertencia no es menor para quienes también se apegan al clericalismo laical y se sostienen en la administración del sacerdote para no comprometer su propia responsabilidad.
Luego, en la homilía de clausura del Sínodo, con Mateo por delante, recordó los dos verbos que importan: adorar y servir, porque “se ama a Dios con la adoración y con el servicio”. Y recalcó que “no hay amor de Dios sin compromiso por el cuidado del prójimo, de otro modo se corre el riesgo del fariseísmo”.
Quien quiera oír tiene mucho para escuchar. Quien quiera ver tiene mucho para mirar.
Lo único urgente es lo importante
Lo hizo y lo dijo todo, mientras se ocupaba de cuanto tema de importancia verdadera da vuelta en el mundo. Y lo que hace Francisco es marcarnos las líneas de lo importante con gestos y palabras, con la Palabra en su sitio.
Lo dice y lo hace todo hacia adentro de la Iglesia para mostrar cómo se hace. Y también como Jefe de Estado del Vaticano, hacia afuera, para que el mundo vea cómo se hace. Todos. Todos, todos tomando nota, por favor.
Llamó a sentarse juntos, para hablar como hermanos y hermanas; reunió en una misma mesa redonda para construir relaciones y vínculos que sostengan la fragilidad del mundo entero; envió al ejercicio concreto de una escucha agradecida y una conversación posible, eligió claramente la diversidad a través del fraterno orden evangélico.
Francisco impulsa palabras y sostiene hechos y gestos que despiertan del letargo, de la comodidad y de la mala costumbre de creer que ya sabemos todo porque así estaba escrito. Nos saca del no puedo, del miedo que paraliza, de la cantinela de “no hay gente comprometida” y “no hay jóvenes”, del habriaqueísmo y del siempre se hizo así.
Francisco nos sacude sin pausa poniendo puntos sobre las íes que no siempre estamos dispuestos a ver y nos pone a Dios por delante cuando el Evangelio se nos hace una lectura conocida y ya leída. Sin pausa, para ser conscientes de las omisiones cotidianas que pueden ser hoy la peor resta hacia toda la humanidad.
Nos propone experimentar una vida nueva, sostenida en darnos la oportunidad de memorizar, de recordar, de empezar de nuevo si hace falta y cuantas veces haga falta. Porque como el perdón, hasta setenta veces siete es poco. Porque lo único urgente es lo importante.
PIRONIO BEATO
Francisco no dudó lo importante que es una alegría para nuestra Iglesia y nuestro país en este momento y ordenó la beatificación del cardenal Pironio. Un obispo que, como dicen algunos, ya era de avanzada antes del Concilio Vaticano II y por eso lo invitaron a participar.
Sin pausa, nos cabe preguntarnos cada día cuál es la medida de lo importante en el lugar en el que Dios nos ha puesto, en cada Iglesia particular, para que el Reino sea una realidad palpable.