Hace un par de semanas escuché por primera vez del síndrome de las piernas inquietas. Por curioso que pueda sonar, es el nombre con el que comúnmente se conoce al también llamado síndrome de Willis-Ekbom, un trastorno neurológico que provoca tal sensación de incomodidad en las piernas que causa en la persona el impulso de moverlas. Los síntomas suelen aparecer o aumentar en situación de reposo, por lo que pueden afectar el descanso de quien padece este síndrome, con todo lo que ello implica para la salud de la persona.
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Leyendo un poco sobre este trastorno me pude enterar de que, si bien el mover las piernas permite aliviar temporalmente el malestar, las sensaciones molestas que lo caracterizan pueden durar una hora o hasta más. Además, es cierto que algunos cambios en el estilo de vida de la persona y el uso de ciertos medicamentos pueden ayudar a controlar los síntomas, pero no hay una cura para este síndrome.
Frente a esto, no pude evitar ponerme a darle vueltas a cómo un síndrome que podría parecer inofensivo puede terminar reconfigurando totalmente el ritmo de vida de alguien. De hecho, lo más seguro es que todos hayamos tenido en cierta medida alguna experiencia de este tipo, por ejemplo, al sufrir una lesión o caer resfriados. Nuestro ritmo habitual –incluidos nuestros buenos hábitos– se ven afectados, “inquietados”, podríamos decir.
Sin embargo, si bien están estas sensaciones molestas que, de manera general, tienen claramente consecuencias negativas para quien las padece, no toda inquietud es así: también nos encontramos otras “sensaciones” o mociones que igualmente impulsan al ser humano a mudar, a ponerse en movimiento –aunque este no sea siempre necesariamente físico–, pero que tienen un efecto beneficioso para él. Me quedé pensando en cómo hay incomodidades –o, quizás mejor, inconformidades– en la vida que, finalmente, nos permiten descubrir que existe un bien mucho mayor y nos llevan a buscar los medios para movernos existencialmente hacia él. Pensaba de forma particular en un “síndrome” propio del ser humano que es más que saludable para su vida: el síndrome del corazón inquieto.
Inquietos hasta descansar en Él
Estoy seguro de que más de uno podrá notar la carga fuertemente agustiniana de hablar de corazones inquietos. La vida del santo obispo de Hipona es un testimonio clarísimo de cómo escuchar y atender a esta inquietud del corazón permite reconducir la vida y evita que nos conformemos con lo que no son más que falsas seguridades o ilusiones pasajeras. El propio Agustín inicia el canto de alabanza y acción de gracias que son sus ‘Confesiones’ reconociendo que la pretensión de alabar a Dios y el gozo que el ser humano encuentra en ello son posibles únicamente porque “nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (‘Confesiones’ 1,1).
De esta forma, así como hay inquietudes que nos desconcentran de nuestros objetivos y muchas veces nos imposibilitan el caminar hacia donde deberíamos, hay otra que, por el contrario, consigue sacudir los frágiles cimientos de nuestras comodidades y “certezas” y nos ayuda a reconocernos inconformes con cómo vivimos, con cómo respondemos a la realidad que nos interpela, con el sentido que le damos a nuestra vida.
Comentando el evangelio según san Juan, san Agustín se vale de la respuesta de Jesús ante la cuestión del tributo que le plantean los discípulos de los fariseos y los herodianos (Mt 22,21: “Dad al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”) para sostener que nosotros somos monedas de Dios, monedas que, por el error, han ido perdiendo lo que en ellas había sido impreso, pero que son reclamadas en propiedad y reformadas por el mismo Dios (cf. ‘Comentarios al Evangelio de san Juan’, 40, 9). Sabernos y reconocernos verdaderamente creados a imagen y semejanza de Dios (y, en el desbordamiento de su amor, hechos hijos suyos en su Hijo) definitivamente nos debería llevar a poner todo lo que esté a nuestro alcance para que esa imagen suya pueda ser restaurada por Él.
Lamentablemente, no siempre ocurre esto. A diferencia del síndrome de las piernas inquietas, que solo puede ser paliado temporalmente, el del corazón inquieto puede irse mitigando cada vez más si nos acomodamos en lo conocido y lo fácil. Podemos terminar anestesiando nuestro corazón si nos encerramos en nosotros mismos, nos conformamos con lo buenos que somos y lo mucho que decimos conocer a Dios.
La vida de Agustín nos puede parecer “movida”, de película o incluso algo accidentada, pero las idas y venidas que tuvo respondían a una sed de Alguien a quien no terminaba de identificar o descubrir. Por eso buscaba sin cansancio y por eso fue capaz de llegar a escuchar la voz de ese Maestro interior que lo llamaba hacia sí. Una vez que se dejó encontrar por Él, su corazón –mejor enrumbado ya, es cierto– siguió inquieto, buscando constantemente alimentarse del Amor descubierto y sostenerse solo en Él, y, como no podía ser de otra forma, anunciándolo a los demás.
Hoy en día, las nuevas generaciones y la sociedad en general tienen mucho de la inquietud de san Agustín. Lo que a veces hace falta es que esa inquietud pase del estar insatisfecho con todo porque sí a un discernimiento que pueda orientar nuestros pasos cada vez más cerca de ese encuentro con el Señor. Ojalá en nuestro mundo haya cada vez más Mónicas y Ambrosios que sepan amar, comprender, orar y acompañar los corazones inquietos de los más jóvenes (y de los no tan jóvenes también). Una cosa es cierta: no se puede ser Mónica ni Ambrosio para nadie si no se es también un corazón inquieto. Nuestra búsqueda solo hallará descanso en el encuentro definitivo con Aquel que nos creó y nos sostiene a cada momento. Dios quiera que, en el próximo chequeo médico, nos diagnostiquen a todos el síndrome del corazón inquieto. ¡No hay nada que temer!