Que levante la mano quien haya leído al menos una vez el documento de la Comisión Teológica Internacional, titulado ‘La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia’. Tranquilos, doy un poco de tiempo para refrescar la memoria… ¿Ya? ¿Alguien lo ha leído dos veces? ¿Alguien lo ha estudiado, que no es lo mismo que leerlo? Si, ya sé que llevamos muy mal año, pero este documento está entre nosotros desde mayo de 2018 y lo podemos ver en internet.
- DOCUMENTO: Texto íntegro de la encíclica ‘Fratelli Tutti’ del papa Francisco (PDF)
- LEE Y DESCARGA: ‘Un plan para resucitar’, la meditación del papa Francisco para Vida Nueva (PDF)
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¿Por qué es importante conocer y saber de qué va la sinodalidad? Porque nos estamos jugando el futuro de la Iglesia. Que la Iglesia siga en pie no significa que no necesite cambios y estos han de ser muy profundos. La cuestión es decidir si damos una mano de pintura y retejamos para suprimir goteras, o emprendemos una reestructuración a fondo que sanee a toda la institución.
Quien prefiera la primera solución se arriesga a que se haga verdad aquello de lo que, ya en el siglo XIV, advirtió y comentó por escrito una de las mujeres más inteligentes que la Iglesia ha desaprovechado, Margarita Porete. Ella habló de una “Iglesia pequeña” formada por gente con vivencias profundas del evangelio y de estructura circular, y de una “Iglesia grande” donde primaba lo institucional y lo jerárquico. Margarita fue tachada de hereje y quemada en la hoguera. En el siglo XVI, Lutero, retomó con algunos cambios la idea. También fue declarado hereje y excomulgado, y costó años que fuera rehabilitado. Ella sigue siendo hereje a los ojos de la Iglesia…
Actualizar la estructura
Benedicto XVI, siendo profesor de teología, ya advirtió a finales de la década de los 60 que nos encaminábamos a una Iglesia pequeña, sin privilegios, sin relevancia, donde muchas comunidades no tendrían ni sacerdotes. Da la sensación de que a ninguno de los tres se les ha hecho caso y, eso que algunas intuiciones del profesor Ratzinger ya son realidades.
A quienes vivimos en este momento con un sentido de compromiso en la Iglesia –y quiero pensar que somos muchos– no se nos puede pasar por alto que la fidelidad y el cambio no están reñidos; que no seguimos vistiendo como en los primeros siglos de nuestra era, ni comiendo lo mismo; que hemos buscado y aceptado avances médicos insospechados hace siglos; que nuestra forma de vivir, en general, no tiene nada que ver con la de siglos pasados; y que nuestras celebraciones, por ejemplo, no se parecen en nada a las de los primeros siglos. Entonces, ¿por qué no actualizar la estructura eclesial?
No se trata de crear una Iglesia nueva, sino de recuperar la Iglesia de los primeros años, y resalto de los primeros años, porque aquella frescura y sinodalidad inicial, solo duró hasta finales del siglo I. En aquellos años iniciales lo que era asunto de todos se trataba por todos, se hablaba con todos, y se decidía por todos; y todo ello se esfumó cuando la Iglesia se empezó a institucionalizar, jerarquizar, y sacralizó a las figuras de los obispos y de los presbíteros.
Dimensión constitutiva de la Iglesia
La sinodalidad no está hecha ya. Francisco lo sabe y, por eso, nos dice que esa forma de Iglesia es la que Dios quiere para el tercer milenio. ¡Qué exagerado, pensarán algunos! No, nada de eso. Porque llevará mucho tiempo cambiar algunas estructuras, deshacerse de otras que llevan milenios entre nosotros y, sobre todo, variar la mentalidad que nos lleve, a todos, a una conversión de la mentalidad –es decir, una conversión personal– y de la práctica pastoral.
Aunque el concilio Vaticano II no habla de la sinodalidad tal y como la vemos hoy en su conjunto, todo él está imbuido de esa idea. El documento que citaba al inicio de este artículo, nos presenta la sinodalidad como una “dimensión constitutiva de la Iglesia” que nos lanza al reto del discernimiento como Pueblo de Dios que somos todos, incluidos los obispos y el papa. Y esto solo puede ser calificado como apasionante.
La sinodalidad nos enseña que el cambio en la Iglesia es un signo de fidelidad porque permanecer cambiando, como dice una amiga mía, significa que el peligro de la atrofia muscular –y podemos decir espiritual, pastoral, litúrgica, dogmática, o canónica– se aleja de nuestra Iglesia, que no puede encarar el cambio de época que estamos viviendo como si no pasara nada.
La Iglesia de la Buena Noticia
Los laicos, que siempre hemos sido en la Iglesia más importantes de lo que nos han hecho creer, en este momento vamos a ser todavía más esenciales; nuestra voz, con peticiones y propuestas, ha de ser clara y saber que no pedimos para nosotros, sino para la Iglesia que somos todos; también tenemos que tener muy claro que nuestros obispos en este momento gozan de una autonomía frente a Roma como pocas veces han tenido. Francisco lo ha hecho posible y las iglesias locales con sus obispos al frente, ya no tienen que esperar a que el Papa diga, haga un gesto, o autorice ciertas acciones. Ellos pueden hacerlo y algunos, ¡benditos sean!, ya lo están haciendo.
Para que esto llegue a ser una realidad, tenemos que creer que es posible; tenemos que creernos sujetos de ese cambio, todos; tenemos que estar convencidos de que juntos, y con el Espíritu indicando la dirección con su soplo, podremos hacer realidad la Iglesia sinodal que nunca debió de perder ese rumbo. Cambiemos la pirámide por un círculo para rediseñar esa nueva estructura eclesial a la que nos invita Francisco. No porque lo diga él, sino porque es la Iglesia de la Buena Noticia.
Aunque a simple vista parezca que no hay mucho “entusiasmo sinodal” a nuestro alrededor, y puede que sea cierto, pensemos si queremos pasar a la historia –con la responsabilidad que eso conlleva– como los que tuvimos la posibilidad de sentar las bases del cambio y no lo hicimos, o como los que creímos que era posible y con la fuerza del Espíritu nos pusimos manos a la obra.
No olvidemos que dos formas de Iglesia se están evidenciando; una, la inamovible que nos ha llevado a la situación que tenemos ahora, donde conviven personalismos, jerarquías y clericalismos varios; y, otra, la que quiere poner en el centro a Jesucristo y su evangelio. ¿Con cual nos quedamos? ¡Aprovechemos el momento y a permanecer cambiando!