Estamos en un momento de enorme importancia para la vida y la misión de la Iglesia. El proceso sinodal que iniciamos remite a lo que la Iglesia es en sí misma, a su esencia (cf. Documento preparatorio de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, 10). Y debe expresar la vitalidad y el dinamismo de la fe, que no es sino gozosa experiencia de Cristo Resucitado: conocido y experimentado y, desde ahí, trasmitido a todos los ámbitos de nuestro mundo en este momento de la historia.
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El Sínodo es un evento principalmente espiritual, es decir, del Espíritu Santo, a quien escuchamos y en quien nos escucharnos los unos a los otros, para discernir cuáles son los caminos del Evangelio en el presente, qué nos pide el Señor Jesús y qué decisiones prácticas debemos tomar hoy para potenciar la corresponsabilidad en la vida y en la misión. Es la garantía que evita no solo derivar a la confrontación ideológica o de grupos, sino que hace posible la verdadera reforma en la Iglesia. Significa abrirnos a la fuerza creativa del amor primero (cf. Ap. 2,1-7).
El término “unidad pluriforme” describe muy bien la realidad del Sínodo. Unidad en Cristo: el punto de partida es el Bautismo, que nos vincula al Resucitado y nos hace “Cuerpo de Cristo”. Por eso debe ser superada y evitada toda concepción piramidal, con sus tristes manifestaciones de clericalismo, afán de poder, carrerismo y fosilización. Y nos abre al “nosotros” eclesial, al camino que se recorre desde la horizontalidad. No se puede vivir la fe cristiana en el individualismo, sino en comunidad. Nadie se salva solo. Unidad, por tanto, en Cristo y con todos los cristianos.
Pero la unidad no es uniformismo. Hay tantos caminos para seguir a Cristo como cuantas personas existen. Y el Espíritu Santo suscita los diferentes carismas para el enriquecimiento y el bien de la Iglesia. Nadie debe sofocarlos. Tenemos las diferentes vocaciones (no se trata de laicizar al clero ni de clericalizar al laico), las diversidades geográficas y culturales, la variedad de formas de vida consagrada, la diferente personalidad de cada uno, etc.
Todos unidos en Cristo (un solo bautismo, una sola fe) pero múltiples caminos y manifestaciones que enriquecen a la Iglesia desde la unidad en el amor. Por eso todos estamos llamados a participar; es nuestra responsabilidad como cristianos, como religiosos.
La Vida Consagrada sabe mucho de sinodalidad y debe aportar su experiencia. En este tiempo de gracia, caminemos juntos, como Pueblo de Dios. Y hagámoslo con sentido eclesial (implicación), creatividad (abiertos a recorrer caminos nuevos), valentía (en la vanguardia). Y, siempre, con entusiasmo.