Las mujeres en la Iglesia somos una obstinada -perseverante, tenaz- realidad y, como tal, queremos contribuir a que los cambios que propone el camino sinodal se hagan visibles lo antes posible, para poder trabajar en consecuencia.
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En el Sínodo para la Amazonía quedó claro que las mujeres de la zona amazónica asumen oficios pastorales que, todavía hoy, no les están permitidos conforme a lo que dice el Código de Derecho Canónico. Esto no es problema para ellas -ni para los obispos de la zona- porque lo primero son las comunidades y se hace todo lo necesario para cubrir sus necesidades, incluso trabajar en ellas y por ellas siendo unas “sin papeles”.
Caja de resonancia
Aunque no debería ser necesario citarlo, las mujeres que conforman el gran abanico de la vida religiosa también están presentes en el camino sinodal y con entidad propia. Dice Virginia Azcuy que la vida religiosa “ha sido y es como una caja de resonancia del momento histórico, eclesial, y social, con sus más y sus menos”. Por eso la presencia, la reflexión, y las aportaciones de las religiosas -activas y contemplativas- es esencial en este momento, ya que las estructuras de la vida religiosa también deberán ser revisadas y actualizadas conforme al camino sinodal.
La realidad de las mujeres en la Iglesia actual no se reduce a ser o no sacerdotes. Es más, es algo que para la mayoría de nosotras es ahora muy secundario; cuando llegue deberá hacerlo en el marco de una Iglesia totalmente diferente a la que conocemos ahora y donde habrá ministerios que, por el momento, ni imaginamos. Para la tarea pastoral de la evangelización no es necesario pasar por la ordenación porque se evangeliza desde la vida cotidiana y, ahí las mujeres, estamos desde el origen de los tiempos. Lo que sucede es que -y lo vemos a través de la historia- en muchas ocasiones las mujeres hemos tenido que ir por libre por el mero hecho de ser mujeres.
Embarcadas
La sinodalidad nos enseña que lo que a todos afecta, por todos tiene que ser tratado, dialogado, aclarado y aprobado, y las mujeres debemos estar ahí porque, sin nuestra presencia, la sinodalidad no será sinodalidad. El cambio en el que ya algunas personas estamos embarcadas, no será tal si las mujeres no hacemos nuestra aportación -profunda y creativa- desde la experiencia que acarreamos desde hace siglos. Si algo tenemos claro las mujeres es que formamos una genealogía femenina que supera con mucho los meros lazos de sangre, para hacerse visible a través de los testimonios que nos transmitimos y que, durante siglos, solo nosotras hemos conocido porque los varones eclesiásticos nos tenían por tan secundarias que no merecíamos su atención y éramos más que prescindibles.
Por eso, ahora, nuestra presencia en la Iglesia no debe ser entendida como una concesión, de ahí que las formas que adoptemos todos para que la realidad de las mujeres sea “normal” -que ya vale tener que decir esto en pleno siglo XXI- deban ser exquisitamente eclesiales y nada eclesiásticas, así como las mujeres deberemos moderar tonos y formas. Porque un buen gesto sinodal será presentarnos -todos y todas, para que no haya duda- dispuestos al cambio con una convicción coherente al mismo y que, evidentemente, conllevará la conversión personal.
Dispuestas al encuentro
Las mujeres estamos dispuestas -las hay que ya están pastoralmente activas- a ir al encuentro a través de la palabra, es decir, del diálogo que nos permite entrar en contacto con los otros, lo mismo que los otros se nos acercan a través de su palabra. El diálogo va ser un ejercicio muy importante en el camino sinodal porque nos ayuda a crear, a visualizar, a hacer realidad ese “nosotros” que necesita toda identidad comunitaria. Y a una nueva comunidad estamos llamados al vivir la sinodalidad.
En esa nueva comunidad surgida de la práctica sinodal, las mujeres deberemos estar preparadas para asumir oficios hasta ahora destinados a los varones ordenados. Un ejemplo puede ser la “cura de almas” que, tradicionalmente, formaba parte del encargo pastoral de un sacerdote, generalmente párroco. Hay mujeres que están perfectamente capacitadas -intelectual, institiva y espiritualmente- para desarrollar esa misión. La cuestión es, ¿está la jerarquía y el clero en condiciones para verlo como algo normal?
Presencia pasiva, dócil e ingenua
Han pasado ya muchos años desde que el Concilio Vaticano II concluyó. En aquel momento los padres conciliares, en general, no estaban preparados para que la presencia de las mujeres en la Iglesia fuera algo más que una presencia pasiva, dócil, e ingenua. Sin embargo, el tiempo no se detuvo ahí -afortunadamente- y muy poco después las mujeres empezamos a asumir algunas responsabilidades, aunque nunca fuimos muy reconocidas y, desde hace algunos años, las mujeres reclamamos no por derecho ni por cuota de poder, llevar a cabo otras misiones y ministerios en la Iglesia para las que estamos capacitadas por preparación y porque el bautismo nos iguala a todos en la Iglesia.
La sinodalidad es parte constitutiva de la Iglesia, ¿cómo vamos a avanzar en ella para hacerla realidad si no podemos ser una comunidad de iguales? Las mujeres queremos, podemos, y debemos estar presentes activamente. ¡Nos estamos jugando mucho!