El deseo recóndito en la actividad místico-religiosa no puede ser sino la expresión de una actitud del ser humano hacia Dios, una contestación a la llamada seductora y encantadora del esposo que, al intuir su presencia, enamora a la esposa. El deseo de gozar por clara y esencial visión al Esposo es el propósito capital que desnuda al místico. Es su deseo del Amado lo que lleva a la esposa a salir velozmente de noche, dejando de lado cualquier otro afán, tras los vestigios de quien, habiéndola enamorado, la dejó herida de amor.
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El deseo es la fuerza que hace salir al místico del mundo y de sí para buscar a Dios. Esa ardorosa búsqueda dentro y fuera de ellos hace que, de alguna manera, los místicos nos ofrezcan un rostro distinto e intenso de la teología; por ello hay quienes afirman que todos los santos son teólogos y que, definirlos de tal manera, superpone las fronteras de la santidad de la Iglesia. Pensemos, por ejemplo, en la ‘Primera Carta de san Juan’ (1 Jn 4, 7 -8) o aquella respuesta del salmista: “¡Te amaré, Señor! ¡Señor, haced que os ame! ¿Acaso no es el amor el mandamiento que vos habéis dirigido a los hombres de todos los tiempos?” (Sal 17, 2)
Crisis de fe ¿Crisis de amor?
En la actualidad nos hemos acostumbrado a vivir la fe al margen de las experiencias místicas. De hecho, no experimentamos los detalles místicos entre los que se desarrolla la cotidianidad. Estas experiencias son provocadas, entre otras razones, por una apertura sensible que nos permite vaciarnos de nosotros mismos y penetrar a una dimensión mucho más profunda de la experiencia de la vida. Esto, de alguna manera, ha hecho que el amor sufra una funesta desviación, no solo en la mentalidad del mundo secularizado, sino también entre los creyentes y, en particular, entre las almas consagradas.
En el mundo vemos cómo se va desarrollando un eros sin ágape; entre los creyentes encontramos a menudo un ágape sin eros. El mundo contemporáneo, impulsado por ideologías confundidas, fomentó en la cultura la necesidad de abrirle un proceso a Dios como amor. No en todos los casos se niega a Dios, pero es como si así lo fuera, ya que se ha quebrado la imagen tradicional de Dios como amor, en especial, negando el testimonio cristiano del amor capaz de ayudar realmente a la existencia del hombre. Por ello, intuyo que el mundo actual necesita muy particularmente mirar con ánimo y sin complejos la presencia viva de los místicos. Los místicos no piensan en Dios. Los místicos dejan que el ser mismo se vierta y fluya libremente.
La palabra del místico
La primera palabra del místico es Dios acariciada por todos los sentidos desde el amor: fuego incandescente de caridad. Dios se revela y comunica a Sí mismo a los hombres en las expresiones más típicas de su ser amoroso. Los místicos de todas las culturas espirituales nos señalan que el hombre está impulsado a responder creyendo y confiando enteramente en su amor hasta el ensimismamiento. Dios-Amor, dirá Chiara Lubich, es una fuente gozosa que fortifica, que entusiasma de alegría e ilumina la existencia. Amor que nutre con alegría y sentido del humor el corazón de quien vive continuamente un trato íntimo con Dios, como afirmaba la Madre Félix.
Una palabra que emerge del silencio y se atreve a pedirle a Dios que le conceda a todos los pueblos comprender su amor y su dulzura, a fin de que los hombres olviden la amargura terrena, abandonen el mal y se adhieran a Él mediante el amor y vivan la paz, cumpliendo su voluntad. La apertura del hombre al amor que es Dios, según los místicos, se expresa en la dimensión de su paternidad que nos impulsa a la fraternidad, en cuanto a que transforma a la humanidad en hermanos. Paz y Bien.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela