El Congreso de Diputados acaba de aprobar por amplia mayoría la propuesta de ley orgánica de regulación de la eutanasia. El PSOE la presentó el 15 de septiembre y sólo en tres meses se ha ultimado su aprobación. Ahora el Senado debe pronunciarse, y España pasará a ser el sexto país de Europa que admite la eutanasia activa.
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Me pregunto si en un tema sensible y cargado de implícitos morales era necesario ir tan rápido, especialmente en tiempos de pandemia en que la opinión pública ha quedado focalizada en una sola dirección. Me pregunto si las personas democráticamente elegidas por el pueblo pueden arrogarse el derecho de decidir en nombre de todos, sin debate social, en un tema que supera el marco estricto del ordenamiento político y se adentra en el terreno de los valores morales de la sociedad.
Legislar con encuestas
El debate intelectual y la participación popular, es decir, la tan invocada y realmente poco practicada democracia participativa, han sido casi inexistentes. No se puede legislar a partir de encuestas. Necesitábamos conocer y sospesar las opiniones y las voces de mucha gente, los favorables a la ley y los contrarios. Era imprescindible un debate abierto sobre el tema, que no quedara encapsulado en términos ideológicos –que es lo que ha pasado, como si fuera una cuestión de derechas e izquierdas. Ha habido, en este sentido, una acción política que encaja bastante bien con lo que ocurre en otras cuestiones. Vivimos en una sociedad altamente polarizada, lo que conlleva que la confrontación ocupe el lugar de la reflexión.
Hacía falta tiempo –y tres meses no es tiempo– para encontrar una clarificación sobre, por lo menos, tres factores: los conceptos de fondo (“eutanasia”, “muerte digna”, “encarnizamiento terapéutico”, “documento de últimas voluntades”, “suicidio asistido”, “cuidados paliativos”, “sedación”), los criterios relacionados con el final de la vida y los procedimientos aplicables a cada caso. La ley española recién aprobada no es, desgraciadamente, una ley sobre el final de la vida, ni recoge la complejidad de la cuestión.
Decidir por la vida
Es una ley de dirección única que, como puede leerse en el preámbulo, pretende “salvaguardar la absoluta libertad de decisión descartando cualquier tipo de presión externa”. Ahora bien, ¿y si la decisión de la persona es mantenerse en vida? ¿Cuáles son las prestaciones –sanitarias, económicas, de apoyo personal–, que la Administración, por ley, se compromete a ofrecer para garantizar el derecho a vivir de quienes lo quieran ejercer, aunque sufran una enfermedad grave e irreversible o bien una enfermedad terminal? Optar por una vida digna es optar por una muerte digna. Todo el mundo quiere tener una muerte digna, pero “muerte digna” y “eutanasia activa” no son conceptos idénticos, como la ley española, sutilmente, pretende hacer creer.
España ha dado el paso a la eutanasia activa, como ya desde hace años viene practicándose en Bélgica, en Luxemburgo, en Holanda y en Suecia -y en algunos estados de los EUA-. En Suiza se recurre al suicidio médicamente asistido. En Francia, la ley Leonetti-Claeys 2016-87 del 2 de febrero de 2016, firmada por François Hollande, fue aprobada sólo después de dos años de debates públicos intensos que implicaron a toda la sociedad. Esta ley no admite la eutanasia activa y, sin embargo, pretende crear “nuevos derechos a favor de los enfermos y de las personas terminales” garantizando la dignidad de la persona humana –que en esta ley es el concepto clave–.
Mucho más allá
Por otra parte, los legisladores españoles hubieran podido informarse sobre cuál ha sido la experiencia real en los cinco países europeos mencionados que aceptan la eutanasia activa. Hubieran constatado que en estos países mueren dos o tres veces más personas de las que permitirían los supuestos legales vigentes. La aplicación de la ley va mucho más allá de la letra de la ley.
Un último punto. En este momento, España cuenta con casi 25.000 ancianos fallecidos por Covid-19 o síntomas compatibles, casi la mitad del número total de los muertos por la pandemia. En Cataluña, el porcentaje supera levemente el 50%. Se trata de una mortandad sin precedentes. Habría que acudir a la epidemia de gripe de 1918-1919 para encontrar cifras aún mayores de ancianos muertos en una pandemia. Me pregunto si este era el momento oportuno para promover una ley que afecta directamente a los ancianos, personas de debilidad congénita.
Ahora que lloramos la muerte de tantos miles de ancianos y que, al mismo tiempo, nos alegramos por los muchos miles que, de momento, en casa y en las residencias, han sido preservados de la muerte gracias a la labor abnegada de tantos enfermeros/as, cuidadores/as, auxiliares y médicos, sostenidos por familiares y amigos que los han alentado a vivir –¡y que se han sentido alentados por los mismos ancianos, deseosos de sobrevivir a la pandemia! –, ahora, digo, no era el momento de plantearse el tema de la eutanasia. Hay que lamentar la falta de sensibilidad hacia los miles y miles de ancianos que han decidido luchar contra los confinamientos y el aislamiento y han optado por continuar en vida y no por morir. Su ejemplo y su dignidad también deben ser incluidos en la memoria colectiva de nuestra sociedad.