Todo vale la pena. Porque somos quienes somos por aquello que hemos vivido. Somos quienes somos por aquello que algunas personas dejaron en nosotros, pero somos absolutamente quienes somos gracias a aquello que hemos perdido, gracias a eso que ya no está con nosotros.
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Es tan fácil darse cuenta cuando a uno no lo quieren: basta con mirar al otro fijamente a los ojos. ¿Alcanza con verlo moverse en el mundo? ¿Es suficiente con preguntarle o preguntarme? Si así fuera, ¿como se explica tanto desengaño? ¿Porque la gente se defrauda tan seguido si, en realidad, es tan sencillo darse cuenta de cuánto les importamos o no les importamos a los que queremos? ¿Cómo puede asombrarnos el descubrimiento de la verdad del desamor? ¿Cómo pudimos pensarnos queridos cuando, en realidad, no lo fuimos? Hay aquí algo para aprender: nadie es más vulnerable a creerse algo falso que aquel que desea que la mentira sea cierta.
Y es mentira que tenemos que cargar con cada cosa que hemos querido y valorado; y es mentira que debemos seguir adelante con todo lo de antes, con todo lo que ya no está. Perdemos. Perdemos no solo a través de la muerte sino a través del abandono, del cambio, a través de seguir adelante. Nuestras perdidas incluyen también nuestras renuncias conscientes o inconscientes: la perdida de los sueños románticos, la cancelación de nuestras esperanzas irrealizables, la perdida de las ilusiones de libertad, de poder, de seguridad y, porque no, también, la perdida de nuestra juventud.
Es imposible poder aceptar con una sonrisa todas las cosas que, lamentablemente, son ciertas e ineludibles. Hace falta aceptar la verdad que no queremos asumir de una vez y para siempre. Que nuestra madre va a dejarnos, y nosotros vamos a dejarla a ella, que el amor de nuestros padres nunca será exclusivamente para nosotros, que aquello que nos hiere no siempre puede ser remediado con besos, que esencialmente estamos aquí solos. Que tendremos que aceptar el amor mezclado con el odio, con lo bueno y con lo malo.
Soltar lo que alguna vez nos salvó
Que a pesar de ser como se esperaba que sea una niña no podrá casarse con su padre, que alguna de nuestras elecciones están limitadas por nuestra anatomía, que existen defectos y conflictos en todas las relaciones humanas. Que no importa cuán listos seamos, a veces nos toca perder. Habrá que aceptar que somos irremediablemente incapaces de ofrecer a nuestros seres queridos o a nosotros mismos la protección contra todo peligro, contra todo dolor, contra el tiempo perdido, contra la vejez o contra la muerte.
Muchas veces la vida está relacionada con soltar lo que alguna vez nos salvó, soltar las cosas a las cuales nos aferramos intensamente creyendo que tenerlas es lo que nos va a seguir salvando de la caída.
Imagínate que vas por una selva. Te encuentras un río y debes seguir tu camino. El río es muy profundo, no lo puedes cruzar caminando, no hay un puente ni un barco ni un botero ni un vado. Entonces, durante días y días, durante semanas o meses, te dedicas a construir un bote, un bote que te permita cruzar el río. Y lo haces. Y estas contento contigo al otro lado del río porque construiste tu bote que te permitió seguir. Y piensas: “quizás haya otro río”, “quizás pueda evitarme el trabajo de seguir construyendo otros botes”, “debo llevar el bote conmigo”.
Y entonces, intento avanzar por la selva cargando con él, pero es tan difícil, es tan complicado… Tropiezo con cada rama, me llevo por delante cada liana… Es imposible, pero persisto. No quiero dejar este bote después de todo, ha sido tan útil para mí. Y sin embargo, esto, que un día me salvó, este bote que un día representó la posibilidad de seguir, hoy es mi mayor impedimento. Ser un adulto significará aceptar que soy capaz de hacerlo, una vez más. Significará dejar atrás aquello que hoy no me sirve, aquello que alguna vez me sirvió pero que hoy no tiene sentido en este camino. Y apostar, a que si hay un nuevo río, seré hoy más sabio para construir un nuevo bote.
No hay pérdida que no implique una ganancia, un crecimiento personal, porque lo que sigue, después de haber llorado cada perdida, después de haber elaborado el duelo de cada ausencia, después de habernos animado a soltar, es el encuentro con uno mismo enriquecido con aquello que hoy no tengo, pero pasó por mí y también por la experiencia vivida en el proceso.
Me dirás: es horrible pensar que la muerte de un ser querido significa una ganancia para mí. Yo entiendo. Podría dejar fuera de esta conversación la pérdida de un ser querido, podría ponerla en el casillero de las excepciones, pero no creo que lo sea. En todo caso, la muerte de un ser querido es un hecho inevitable en nuestras vidas, y el crecimiento que de ello deviene, también. No estamos entrenados a pensar que no debemos sufrir.
Hemos sido educados por nuestros amorosos padres para convencernos de que sufrir es algo dañoso, que sufrir nos puede destruir, que el dolor puede aniquilarnos. Pero el dolor es tan saludable en nuestras vidas como lo es la tristeza. El dolor es tan constructivo como puede ser cualquier alerta de que algo se ha desacomodado. Es importante no transformar el dolor en sufrimiento. El dolor es el paso por un lugar no deseado; el sufrimiento es armar una carpa y quedarse a vivir en ese lugar indeseable. El duelo es el pasaporte que nos saca del sufrimiento y que permite que el dolor pase.
Pero es imposible dejar de desear y también es imposible poseer infinitamente y para siempre todo lo que deseamos. No somos omnipotentes, ninguno de nosotros puede ni podrá jamás tener todo lo que desea. ¿Existe la solución?
Yo creo que existe. Y creo que está a la mano para cualquiera. La posibilidad es aprender a entrar y salir del deseo, es desarrollar la capacidad de desear sin quedarse pegado a ese deseo, sin agarrarle como se agarra un alpinista a la soga que cree que le va a salvar la vida. Aprender es, sobre todo, aprender a soltar: soltar herramientas que ya no necesito, soltar personas que ya he perdido, soltar situaciones que se transforman, soltar vínculos que cambian, soltar etapas de la propia vida que han quedado atrás, soltar los momentos que han terminado… Y cada uno de ellos ha sido una pérdida que hay que devorar, han sido etapas de mi vida que han pasado, y es mi responsabilidad enriquecerme al despedirlas.
Cuento…
“Gran maestro -dijo el discípulo- he venido desde muy lejos para aprender de ti. Durante años he estudiado con todos los iluminados y gurús del país y todos han dejado mucha sabiduría en mí. Ahora creo que tú eres el único que puede completar mi búsqueda. Enséñame, maestro, lo que me falta saber”.
Baduín el sabio, siempre sereno, le dijo que tendría mucho gusto en mostrarle todo lo que sabía, pero antes de empezar iban a beber un té. El alumno, agradecido, se sentó junto al maestro. Baduín trajo una tetera y dos tazas de té, ya llenas. Alcanzó una de ellas al alumno y tomó la otra. Antes de que el discípulo empezara a beber, Baduín empezó a volcar más té en la taza llena del alumno. El líquido no tardó en derramarse al plato, y del plato a la alfombra. “¡Maestro, maestro, por favor deja de echar el té sobre mi taza!”, dijo el alumno. Baduín parecía no escucharlo. Luego, lo miró a los ojos y le dijo: “hasta que no seas capaz de vaciar tu taza, ni yo ni nadie podremos poner más conocimiento en ella”.
Hay que vaciarse para poder llenarse. Una taza, dice Krishnamurti, solo sirve cuando está vacía. No sirve una taza llena: no hay nada que se pueda agregar en ella.
Esta es tu vida. Vas a tener que deshacerte del contenido de tus tazas llenas si quieres llenarla otra vez. Tu vida se enriquece cada vez que llenas una taza, pero también se enriquece cada vez que la vacías, porque cada vez que vacías tu taza estas abriendo la posibilidad de llenarla de un contenido nuevo. Y una de las tazas que más me cuesta vaciar, y que seguramente más te cuesta vaciar a ti, es la imagen que tenemos del mundo, porque queremos atenernos a que el mundo siga siendo como nosotros lo vimos, porque no queremos aceptar que el mundo cambia, no queremos aceptar que el mundo no es como yo quiero que sea y que esto implica un duelo. Si me animo a soltar el contenido de la taza de un sueño, quizás, pueda encontrarme en la mejor ruta para descubrir la verdad.
Poesía…
Hamlet Lima Quintana escribió la poesía ‘Transferencia’, que dice:
“Después de todo, la muerte es una gran farsante.
La muerte miente cuando anuncia que se robará la vida,
como si se pudiera cortar la primavera,
porque al final de cuentas la muerte solo puede robarnos el tiempo,las oportunidades de sonreír, de comer una manzana,
de decir algún discurso, de pisar el suelo que se ama,
de encender el amor de cada día,
de dar la mano, de tocar la guitarra,
de transitar la esperanza, solo nos cambia los espacios,
los lugares donde extender el cuerpo,
bailar bajo la luna, o cruzar a nado un río,
habitar una cama, llegar a otra vereda,
sentarse en una rama,
descolgarse cantando de todas las ventanas.
Eso puede hacer la muerte, pero robar la vida,
robar la vida no puede.
No puede concretar esa farsa porque la vida,
la vida es una antorcha que va de mano en mano,
de hombre a hombre, de semilla en semilla,
una transferencia que no tiene regreso,
un infinito viaje hacia el futuro,
como una luz que aparta, irremediablemente, las tinieblas”.
“Llamarte y decirte lo que siento”
Claro que cuesta trabajo soltar aquello que no tengo, claro que es trabajoso poder desligarse y empezar a pensar en lo que sigue. Por supuesto, es el peor de los desafíos que implica ser un adulto sano y, sin embargo, no hay otro camino. Este es el coraje, esta es la fortaleza de la madurez, saber que puedo afrontar lo que me pase, que inclusive puedo afrontar la idea de que alguna vez, alguna vez, yo mismo, no voy a estar. Quizás pueda, por el camino de entender lo transitorio de todos mis vínculos, aceptar también algunas de las cosas que son más difíciles de aceptar; que no soy infinito, que hay un tiempo para mi paso por este lugar y por este espacio. Y, sobre todo, que debo hacer hoy las cosas que voy dejando de lado.
Creo que lo que más nos duele cuando un ser querido se muere es aquello que no le dijimos, es aquello que no le acercamos, es aquello que no nos dijo. Son esas cosas pendientes las que nos duelen con la muerte de aquellos queridos. Bueno sería a empezar a darnos cuenta que este es el momento, quizás mañana no estés, quizás mañana yo no esté. Hoy es el día de llamarte y decirte lo que siento…
La muerte de un ser querido, cualquiera que sea el vínculo, es la experiencia más dolorosa que pueda pasar una persona. Toda la vida, en su conjunto, duele. Nos duele el cuerpo, nos duele la identidad y el pensamiento, nos duele la sociedad y nuestra relación con ella, nos duele el dolor de la familia y los amigos. Nos duele el corazón y el alma, duele el pasado, duele el presente, y, especialmente, duele el futuro.