Tribuna

Somos nuestro cuerpo

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Mucho antes y no por el coronavirus, el cuerpo fue sacralizado como un santuario que protege a un individuo-mónada dentro de una comunidad-cerrada: es en esta serie de matrioskas donde se preserva el simulacro de esa seguridad de identidad que barre la liquidez.



Esto es lo que, con previsión, Zygmunt Bauman entendió cuando afirmó que el cuerpo, en la modernidad líquida, sería “la única certeza que queda, la isla de la tranquilidad íntima y confortable en un mar de turbulencia e inhospitalidad… el cuerpo se ha convertido en el último refugio y santuario de continuidad y duración”.

Y si pensamos en el miedo más que comprensible de nuestra fragilidad física en el momento del coronavirus, sus palabras suenan siniestras “y así los orificios corporales (los puntos de entrada) y las superficies corporales (los puntos de contacto) son hoy los focos principales de terror y ansiedad generados por la conciencia de la mortalidad, y quizás los únicos”.

No podemos saber qué cambiará la percepción de nuestro cuerpo después de esta dura prueba. Hasta ahora, su cuidado, su bienestar nos había obsesionado, le dábamos placer, lo cubríamos con tatuajes, pero cada vez más a menudo como si fuera una realidad en sí misma, separada de otras partes de nosotros, de nosotros mismos, de nuestra mente y de nuestro corazón.

Y sin embargo nosotros somos nuestro cuerpo. El cuerpo no es autónomo de nosotros. Y en las mujeres esto es particularmente evidente.

No va por su cuenta

En la cultura judeocristiana que ha “superado” la greco platónica, el cuerpo no va por su cuenta, nunca es separado del alma y de la mente. Solo un espiritualismo agotado o un materialismo banal podrían afirmarlo. Cristo, que se encarna en una mujer, en su cuerpo, “nacido de una mujer” dirá San Pablo, resucitará en y con el cuerpo y su madre ascenderá al cielo con el cuerpo. La dignidad y la igualdad de las mujeres sancionadas en el Nuevo Testamento nacen y comienzan desde el cuerpo.

El cristianismo es la negación misma de cualquier posible espiritualización o idealización. Y además, la apuesta de su singularidad está ahí, nuestras raíces yacen allí, nuestra civilización descansa ahí.

En la posmodernidad, esta unidad de mente-cuerpo se evapora cada vez más, y que se basa más bien en la tecnología, la experimentación y la libertad hasta que alcanza un poder tecnocientífico que divide incluso el cuerpo femenino y su poder generativo. En una fragmentación de material genético, óvulos, ovocitos, esperma, hasta la división extrema de confiar el embarazo a un útero diferente al propio (el libro de Sylviane Agacinski, ‘El hombre desencarnado’. Del cuerpo carnal al cuerpo fabricado, del cual ‘Mujeres Iglesia Mundo’ habló en noviembre, ahora es traducido en Italia por Neri Pozza, con un prefacio de Francesca Izzo).

Frida Kahlo, “Autorretrato con collar de espinas”

La mente y el cuerpo se separan y se absolutizan como si la ampliación de la subjetividad del individuo moderno, refundada en el inconsciente, en lugar de encontrar una creciente unidad de conciencia, incluso en su cuerpo físico, fuera por su cuenta. Y además, en los últimos años se han multiplicado los estudios que muestran cómo en esta creciente separación se oculta el origen de las diferentes formas de fragilidad individual “no centrado en una sintomatología específica… sino la prevalencia de la actuación sobre el pensamiento, el dominio del cuerpo… con la correspondiente desvinculación de impulsos destructivos”(del libro de Gabriella Mariotti y Nadia Fina, La incomodidad de la incivilidad. Psicoanálisis frente a nuevos escenarios sociales, Mimesis, 2019, p.23 ).

Cuando reflexionamos sobre las muchas causas de la crisis de la Iglesia contemporánea y de la formación de su clero, creo que esta creciente desencarnación acentúa y exaspera todavía más su tradicional deformación espiritualista aumentando las fobias misóginas hacia el cuerpo y prevalentemente hacia el femenino. Al construir una separación blindada, en nombre de su demonización o idealización, temiendo exactamente esa poderosa unidad entre mente y cuerpo que está en el origen de la identidad femenina misma.

Sería simple distinguir solo en el crecimiento de estos antiguos temores las diversas formas de las relaciones cada vez más difíciles que los sacerdotes tienen con la corporalidad, cada vez menos fáciles de ensalzar. Pero ciertamente sería extremadamente útil comprender cómo el gran valor de una mayor integración entre las diferentes “partes” de la persona, aún más si están consagradas, es la clave para hacer que la elección y la formación de la vida sacerdotal sean más conscientes y maduras. Flanqueada y acompañada por la presencia femenina.

*Artículo original publicado en el número de mayo de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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