Tribuna

Soy cura diocesano, a mi (tu) manera

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En estos días, los curas diocesanos españoles celebramos la festividad de San Juan de Ávila, nuestro patrón. Su riqueza doctrinal y personal es de una referencia clara en la verdad y lo propio de nuestro ministerio. Aprovecho la jornada, lejos –sólo físicamente- de mi presbiterio que hoy se reúne para celebrarlo en Mérida, para reflexionar sobre el cura que soy y el proyecto pastoral y ministerial al que me debo, tras más de cuarenta años de ejercicio sacerdotal, ya todo son canas y sin embargo me siento principiante, gracias a Dios.



A lo largo de este año de profundización, que no de ruptura, voy leyendo creyentemente el proceso de mi vida de fe y lo que ha sido la vivencia del ministerio a lo largo de estas décadas. Eso ha hecho que mirara al comienzo y me detuviera en los ideales que habitaban dentro de mí cuando recibí las órdenes sagradas, siendo todavía un joven de 23 años, un mocoso eclesial con aires de maestro y de pastor, es un decir nada más.

Ser y hacer

El sacerdote que yo quería ser en aquellos momentos de utopía y de ilusión era algo sencillo y fundamental, más o menos lo podría sintetizar de esta manera:

Deseaba ser:

  • Un hombre de Dios y del pueblo.
  • Persona del Evangelio y de la vida.
  • Seguidor de Jesús, en su modo de vivir, deseo ser como él.
  • Obediente y diocesano. Compañero verdadero en el presbiterio.
  • Un trabajador en equipo apostólico, unidos, comprometidos, proyectados, con capacidad para ver, juzgar y actuar.
  • Suelto de la familia y libre para la comunidad.
  • Sujeto cercano a la gente, en medio de ellos, sintiendo con los pobres.
  • Un sacerdote abierto y creativo, esperanzado y transformador, orante y activo. Celebrante de la vida.

Caminé en mis primeros años con la alegría y la ilusión de lo nuevo, gozoso y me sentía descubridor, con tintes de conquistador, hasta que se me fueron abriendo los ojos. Trabajé con celo y entrega radical, a lo loco. Y ahí fue cuando me llamaron para que profundizara en estudios en Salamanca. Iba para un quinquenio, pero a los dos años el obispo me pidió que volviera a la diócesis, porque me necesitaba en el seminario como formador y profesor. Fueron dos años, pero ahí está el germen de un modo de ser cura que nunca imaginé ni deseé, adentrándome en la teología y la docencia, aunque sin perder nunca el sentido comunitario, diocesano y parroquial.  Alguien me decía en estos días, que esa decisión del obispo, con mi obediencia, se convirtió en un punto de inflexión en mi vida. Yo digo de broma que allí me dieron un barniz que todavía me dura.

Conexión con el mundo

He vivido mi ministerio desde la secularidad en conexión con el mundo universitario, cultural, y desde ahí he sentido lo universal y he realizado tareas que no suelen ser la normales en un quehacer común del ministerio en los ámbitos parroquiales, sin dejar nunca de tener contacto con ellos. Ha sido el lugar y el proceso de una vivencia ministerial que me ha ligado con la iglesia, la sociedad, el mundo, la humanidad de una forma rica y plural, plenificante, aunque a veces nada fácil y con cierta soledad institucional.

Un pastor recorre con su ganado los campos de Ciudad Real. EFE/Jesús Monroy

He tenido conexión con la cultura, los artistas, los profesores, los jóvenes estudiantes, con Latinoamérica, con ONGs, con asociaciones, editoriales y escritores, con los movimientos apostólicos, con la conferencia episcopal, con las consiliarias de Acción católica y todos sus movimientos, con las redes y los medios de comunicación social, con creyentes y no creyentes, con cristianos de distintas iglesias y seguidores de otras religiones, con obreros y empresarios, con políticos e inmigrantes, coros y cantantes, barrenderos y hostelería… y todos ellos me han hecho sacerdote y han enriquecido mi ministerio.

Referencia comunitaria

Me satisface que todos estos puntos de encuentro han ido enredando mi vida y construyendo esa red de comunidad eclesial que no está tocada por fronteras y límites, por leyes ampliadas y desmenuzadas, sino por el espíritu siempre con referencia comunitaria de una institución que hunde sus raíces en el evangelio, en el cuerpo apostólico y sobre todo en la roca inconmovible que es Jesús como buena nueva que no se acaba y que se manifiesta creativa y libre en la acción del Espíritu de la resurrección.

La vivencia de todos estos años ha estado marcada sorprendentemente no por mi perfección, sino por mi debilidad y mis fallos, pero con la voluntad suscitada por el espíritu de Jesús de vivir en la compasión y en la misericordia. Me he confundido, caído, herido, he hecho daño, quizá empujé cuando no debía y no callé cuando debía hacer silencio… pero siempre venció el perdón y el deseo de rehacerme, levantarme, convertirme y seguir caminando, sin aceptar que todo había sido en vano. Fui descubriendo que la fuerza de Dios se realiza en la debilidad, también de Pepe Moreno. Y, sobre todo, que la gracia de Dios ha sobreabundado de una manera inimaginable en mi vida personal, sacerdotal, familiar y comunitaria. Lo digo en serio si me pongo a contemplar desde el Espíritu mi vida, tengo que confesar que, aunque no me lo crea, soy el hombre y el cura más feliz del mundo. Estoy convencido que esto lo podemos sentir, y estamos llamados a que así sea, todos los sacerdotes diocesanos si logramos la mirada el Padre en nuestro corazón y no dejamos definir por él más que por nosotros mismos.

Ahora toca vivir el presente con todo lo recibido y agradeciendo la manera de ser curas que Dios nos ha ido dando y regalando a cada uno en su multiforme gracia para el envío apostólico de servir y ser para los demás y con ellos. Gracias por hacer cura diocesano y regalarme tanto en esta vasija de barro tan pequeña y tan rota.