Querido Francisco:
Soy un sacerdote casado. Nací en una familia religiosa de España. Mis padres, de fe profunda y auténtica, me enseñaron desde pequeño a orar, y cada domingo íbamos en familia a misa. Estudié en un colegio católico, fui a una parroquia a catequesis de comunión y, después, de confirmación. Toda mi vida, por tanto, ha estado rodeada de fe. Sin embargo, puede decirse que mi vida cristiana tenía mucho de tradición y cumplimiento. Muy joven, de manera completamente inesperada, tuve una experiencia intensísima de encuentro con Dios que cambió mi vida por completo.
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Sentí su presencia y su llamada de una manera increíble y cercana: ese Dios Amor, ese Cristo cercano, me fascinó y, aunque vino a truncar todos mis planes, y a ‘complicarme la vida’, me lanzó a buscar con pasión su voluntad. Tanto es así que abandoné mi intención de estudiar una carrera, tener una novia, etc. y, en medio de muchas dificultades, inicié el camino de la vida religiosa.
Estudié filosofía, hice el noviciado y mis primeros votos. A continuación, vino el estudio de la teología y, después, la profesión perpetua. Fui ordenado diácono y finalmente sacerdote. Casi diez años de formación, en los que, con sus más y sus menos, encontré personas maravillosas, con algunas de las cuales comparto aún una profunda amistad.
No puedo aceptar en absoluto que hiciera este camino por inercia, menos aún engañado por alguien, ni que la llamada de Dios fuera una ilusión. Desde ese encuentro con el Señor –mi vocación–, tuve claro que quería servirle para siempre. Y lo mantengo hoy. Lo hice con plena convicción y fui muy feliz. Es más, me siento agradecido porque soy lo que soy gracias a haber sido religioso, y también por haber sido ordenado sacerdote.
Me empecé a sentir solo
Como sacerdote, me entregué en cuerpo y alma a la misión. Seguramente tuve defectos, descuidos e idealismo, pero viví mi consagración como una entrega al Señor y a su Reino. Intenté dar al Pueblo de Dios lo mejor de mí. Soy también una persona de oración y me esmeré en cuidar mi espiritualidad, mi amistad con Dios. Pero lo cierto es que mi vida en una comunidad religiosa, entrañable y ejemplar, pero en la que el más joven después de mí tenía en torno a 70 años, más el trabajo extenuante que llevaba yo a cabo, debieron de hacer mella.
Después de unos años de ordenación, me empecé a sentir, no ya cansado, sino realmente solo. Ante mí fue apareciendo un vértigo importante de no contar con una mujer y formar una familia. Ese sentimiento se hizo cada vez más profundo y permanente, con una fuerza que nunca antes había imaginado. Puse todos los medios a mi alcance: un acompañamiento psicológico y espiritual, un discernimiento serio, etc. Después de lucharlo mucho, y también en medio de un gran sufrimiento, solicité un año de ausencia y, después, iniciar el proceso de secularización.
Hoy estoy casado con una mujer maravillosa, una mujer que solo la Providencia amorosa de Dios ha podido poner en mi camino; una persona profundamente buena y creyente, comprometida, solidaria, que siempre me ha animado a servir al Señor de mil modos. Es el mayor regalo que he recibido, con ella me siento bendecido, pleno y en paz. No soy, por tanto, una especie de ‘excura’ ácido, arrepentido, amargado o anticlerical. Soy un sacerdote –siempre lo seré– felizmente casado, que reconoce que todo lo ha recibido de Dios, agradecido a la Iglesia y con muchas ganas de seguir sirviendo al Señor.
Siempre en la Iglesia
Esta es la historia de mi vocación y de mi vida. Mi crisis no fue una crisis estrictamente vocacional, sino de estado de vida. Desde siempre me siento amado y elegido por el Señor para ser sacerdote, llamado a seguirle de cerca, a servirle con todas mis fuerzas. De hecho, me he esforzado siempre por vivir en autenticidad, huir de dobles vidas, servir a Dios en toda circunstancia, y vivir mi fe en la Iglesia, que me ha dado lo mejor y a la que he intentado dar lo mejor.
Y con la Iglesia he intentado siempre vivir, de ahí que, desde que pedí iniciar el año de ausencia, no he celebrado la eucaristía ni ningún otro sacramento. Cuando acabó mi año de ausencia, no decidí iniciar una vida ‘a mi modo’, sino iniciar el proceso de secularización, costoso y duro en muchos sentidos, pero en el que he sido tratado con mucha humanidad y delicadeza. También me he casado por la Iglesia. Y así continúo: hoy trabajo para una institución católica, con mi mujer colaboro intensamente en proyectos de evangelización, oramos juntos y vamos también a misa.
A diferencia de lo que otros compañeros han vivido, en el proceso de secularización he encontrado mucha misericordia y cercanía: el apoyo de compañeros religiosos, incluso de mis superiores; la amabilidad del instructor de mi proceso y del notario, ambos sacerdotes, siempre delicados y cariñosos, también la de aquellos amigos religiosos que testificaron en él; la acogida de un sacerdote de la diócesis al elaborar nuestro expediente matrimonial, que no emitió ni un juicio, ni una palabra desagradable; o el rescripto que recibí tras el proceso, en el que se han suavizado las expresiones, y en el que se me anima con cariño a “tomar parte activa en la vida del Pueblo de Dios para edificación de los demás, desempeñando servicios útiles a la comunidad cristiana y poniendo al servicio de esta los propios dones y talentos recibidos de Dios”.
También valoro la amabilidad de un cardenal del Vaticano, que a una solicitud no me respondió formal o fríamente. Más bien, lo contrario: “Aprovecho la ocasión, también en nombre del papa Francisco, para manifestarle mi más sentido agradecimiento por su compromiso; sepa que me uno a usted en la oración, en este momento delicado de su vida sacerdotal, y pido a Jesús, Buen Pastor, que le ilumine para que siga la vía más conforme a la voluntad de Dios”.
Después de todo lo compartido con usted a corazón abierto, querido papa Francisco, y como hombre casado, feliz, realizado, bendecido y en paz, quiero decirle que estoy disponible para ejercer el ministerio. Estoy seguro de que muchos compañeros que han pasado por este mismo camino también lo están. Esta disponibilidad no parte de un deseo insano de recuperar mi estado anterior, sino de servir al Señor desde mi vocación sacerdotal, que me ha marcado para siempre. La Iglesia misma insiste en esta realidad que vivo: “Un sacerdote no puede convertirse de nuevo en laico en sentido estricto porque el carácter impreso por la ordenación es para siempre; la vocación y la misión recibidas el día de su ordenación, lo marcan de manera permanente” (CIC 1583). Y el propio rescripto me reafirma en mi ser sacerdote cuando me recuerda que “estoy obligado a confesar a un penitente que se encuentre en peligro de muerte”.
Perplejidad
Déjeme también compartir con usted que, cuando contemplo a sacerdotes casados que, habiendo sido anglicanos, hoy son párrocos en nuestra Iglesia; cuando veo a sacerdotes casados en los ritos católicos orientales que ejercen con naturalidad el ministerio, o cuando se plantea abiertamente la posibilidad de ordenar a hombres casados en lugares de misión, me pregunto por qué, por una cuestión disciplinar, no puedo servir yo al Pueblo de Dios si ya soy sacerdote. No lo pienso como un derecho, menos aun egoístamente, sino con perplejidad, a veces incluso con lástima. ¿No cree que existen muchas urgencias que exigen mi servicio? ¿Es correcto que, por haberme casado por la Iglesia y vivir una vida conyugal fiel, se me impida servir a la Iglesia como lo que soy? ¿Puede permitirse la Iglesia el lujo de prescindir de la formación y experiencia que miles de sacerdotes (‘secularizados’) han recibido de ella precisamente para ejercer el ministerio? ¿Cuáles son los motivos? ¿Es realmente un escándalo para el Pueblo de Dios que yo celebre la eucaristía, predique o confiese, o sería, muy al contrario, todo un testimonio?
Soy muy consciente de lo difícil que es tomar una decisión en este sentido y creo que, como está haciendo usted en tantas cuestiones, el Espíritu está empujándonos a iniciar procesos. Aunque me encantaría que hoy mismo me dijera usted que como casado puedo seguir ejerciendo el ministerio, entiendo que se trataría de algo más lento y procesual: que el obispo, o un delegado, iniciara un acompañamiento con ese sacerdote casado, discerniera sus motivaciones y espiritualidad, conociera su situación familiar, la opinión de su mujer, etc.
Sería bueno, incluso, que pasaran años desde su abandono del ministerio, y que su matrimonio estuviera asentado, etc., de modo que esta apertura no llevara a sacerdotes célibes a abandonar el ministerio sin un motivo grave, o que nos encontráramos con sacerdotes casados ejerciendo el ministerio, pero con una vida matrimonial pobre o rota.
Creo, además, que sería bueno que ese sacerdote casado fuese total o prácticamente autónomo en su manutención, de modo que retomar el ministerio no fuese un modo de subsistir. También sería bueno que, en su vuelta al ministerio, se le asignaran los trabajos más discretos o, mejor aún, más urgentes y misioneros (residencias de mayores, barrios marginales, zonas rurales, lugares de misión) como precaución frente a todo clericalismo y de modo que se purificara la intención de servir, de ser y estar ‘en salida’.
Santo Padre, comparto todas estas cosas con humildad y de modo fraternal, nunca como un reclamo, menos aún como una crítica. Pero, al mismo tiempo, le pido de corazón y con todas mis fuerzas valentía para iniciar un proceso que permita el regreso al ministerio de los sacerdotes casados, que será sin duda un bien para el Pueblo de Dios y para el mundo.
Abrir caminos
Confío, con mucha paz y esperanza, en que, sea lo que sea, el Señor abrirá caminos para que, de un modo u otro, sirvamos a nuestros hermanos. Si no es posible por el momento lo que le pido, mi mujer y yo seguiremos buscando, como lo estamos haciendo ahora, servir a Dios con todo el corazón como el Señor nos vaya indicando. Así se lo pedimos cada día en nuestra oración: “Guíanos, Señor, muéstranos tu voluntad”.
Quiero terminar dándole las gracias de corazón por su escucha, pero, sobre todo, por su preciosa vocación, misión y servicio. Como le dije cara a cara en Roma hace unos años: “Nunca podremos agradecerle suficientemente lo que usted está haciendo por la Iglesia y por el mundo”. Que Dios le bendiga. Oramos, como siempre nos pide, por usted.
Con un fuerte abrazo.
Su hermano en la fe.