PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor
Las pequeñas infidelidades –repetidas, recurrentes– terminan por minarnos y hacer de nosotros una ruina. ¡Qué lástima produce una biografía echada a perder, casi siempre por una decisión equivocada o, incluso, por diminutas traiciones que, sumadas, conducen a un auténtico eclipse de la propia luz! ¡Qué alegría produce, por contrapartida, observar una parábola vital límpida y lograda! ¡Con la cantidad de posibilidades que había de que se torciera!
¿Por qué hay vidas que salen bien y otras mal? ¿En qué recodo se tuerce uno? ¿Cuándo y cómo se endereza, o por qué se persiste en lo tortuoso y torcido? ¿Por qué uno es sabio y humilde y otro estúpido y presuntuoso? ¿Es cuestión de virtud? ¿De talento? ¿De donde se parte? ¿Qué responsabilidad tenemos en lo que hemos llegado a ser? A quienes les ha ido bien, es fácil que digan: mucho. A quienes les ha ido mal, en cambio… Pero siempre, siempre estamos a tiempo de corregir. Siempre podemos recomenzar y, no solo, ¡siempre deberíamos hacerlo! Una parábola desastrosa puede, al final, redimir su desastre. O al contrario: vivir bien y estropearlo todo al final. La vida, ¡qué misterio!
El trabajo, la agitación, las llamadas, los compromisos… Todo parece conjurarse para sacarnos de nosotros mismos. Fuera al fin, que es donde solemos estar, la pregunta ¿quién soy? –que siempre, siempre resuena– no obtiene respuesta. Nos afanamos entonces para llenarnos de más trabajo y más agitación, de más compromisos y carreras, de más idas y venidas, mensajes, llamadas, recados, citas…
Todo con tal de no escuchar esa pregunta insoportable y reincidente: ¿quién soy?, ¿adónde voy?, ¿qué sentido tiene el mundo? Pero esa pregunta, formulada como la formulemos, siempre está ahí, latiendo a cada rato, escondida tras las esquinas. En un rostro con el que nos cruzamos. En un segundo en que parece que no pasa nada. En el ruido de la calefacción, en el goteo de un grifo o en un despertador que suena… ¿Quién eres? ¿Adónde vas? ¿Qué haces aquí? ¿Qué estás haciendo de tu vida? Todo para saber una sola cosa: ¿soy amado?, ¿tengo derecho a existir?
Finalmente algo sucede. Finalmente nos detenemos. Quizá solo un minuto. Quizá dos o tres o unos pocos segundos. Entonces la pregunta suena claramente y, al fin, nos rendimos. ¡Qué bello es ese momento de la rendición! ¡Qué hermoso cuando bajamos las armas y, desnudos, nos rendimos a esa evidencia que es la vida y que tanto nos obstinamos por cubrir!
La vida, ese es todo el misterio. El miedo, ese es todo nuestro problema. Meditamos para no escaparnos de la vida. Para escuchar esa pregunta. Para dejarla latiendo, como si estuviera viva. Meditamos para aprender a parar la máquina de los deseos y el motor de los pensamientos. Para hacer un alto en la carrera. Para ponernos en sintonía con el universo, esta sí que es una bonita definición de meditación. Para darnos cuenta de que formamos parte de un todo, de una realidad superior. Para saber que no estamos solos, para comprender que, aun en la más estricta soledad, estamos en comunión.
Para unirnos al canto de la Creación, tan inaudible como estruendoso, para comprender que el miedo es un fantasma y que no tiene ninguna razón. Para recomponer los fragmentos en que nos hemos dispersado. Y para ver y escuchar al misterio, que es tan discreto como potente. Y para experimentar una alegría profunda, sin motivo. Meditamos para despertar del sueño, para descubrir que somos luminosos. Para sacar lo mejor que tenemos. Para ser lo que somos. Para no estar separados y sentir que todo, hasta lo aparentemente peor, es bueno. Meditamos para rendir culto a la confianza, para habitar serenamente en la oscuridad, para contemplar ese ¿quién soy? como quien ve volar a una mariposa.
El trabajo, la agitación, las llamadas, sí… Pero también las mariposas.
En el nº 2.980 de Vida Nueva