Soy sacerdote desde hace veintidós años y tuve la suerte de empezar pronto a trabajar también en ámbitos seculares como colegios públicos, por ejemplo, y al mismo tiempo en redes educativas y cívicas en las que la mía era una de las muchas aportaciones. Me di cuenta mejor de lo que se espera de la Iglesia, experimenté metodologías para las que no me había formado el Seminario y comencé a conocer mujeres en puestos de mayor responsabilidad que el mío.
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Poco a poco me di cuenta, no sin ansiedad y sufrimiento, de que las reuniones del clero, las asambleas eclesiales o la vida ordinaria de las comunidades católicas podían resultar pobres en comunión y poco cercanas a las múltiples realidades profesionales y civiles. Esto nos desmotiva y nos cansa, sea cual sea nuestra vocación.
Trabajo desde hace casi tres años en un Dicasterio de la curia romana, el que está al servicio del desarrollo humano integral. La intuición conciliar de un desarrollo de todo el ser humano se traduce en una vida cotidiana que debe ser transformadora y liberadora también para nosotros, al servicio del Papa y de las Iglesias locales durante algunos años de nuestra vida. Por ejemplo, muchos han observado y escrito que el nuevo perfil de la curia esbozado por la constitución ‘Praedicate evangelium’ (2022) se manifiesta en tener como secretaria de Dicasterio a una mujer, la hermana Alessandra Smerilli.
Un papel de primer nivel, tradicionalmente arzobispal, que implica liderar a todo el grupo de trabajo, en nuestro caso, decenas de hombres y mujeres, entre los cuales los consagrados son minoría. Esto significa que, habiendo llegado a Roma después de casi dos décadas de ministerio en la diócesis de Milán, lo que antes me enriquecía principalmente fuera de la Iglesia ahora compone el hábitat del corazón del catolicismo. Se sabe muy poco sobre todo esto y creo que necesitamos una nueva narrativa de cómo hombres y mujeres bautizados, de diferentes orígenes y procedencias, pueden participar en el gobierno de la Iglesia con sus habilidades y sensibilidad junto al obispo.
No es raro que la gente me pregunte cómo es tener una mujer como jefa. Creo que somos muchos los que tenemos que buscar una respuesta que no es espontánea y no es sencilla. Este esfuerzo cuestiona el significado de la pregunta. ¿Es realmente una cuestión de género? En el Dicasterio apreciamos, por supuesto, la capacidad de liderazgo de la hermana Alessandra. ¿Debemos decir necesariamente que sus cualidades expresan un genio femenino particular?
Tal vez. Sin embargo, cuanto más convertimos a las personas en una categoría, más caemos en lo genérico. Por supuesto, si alguien tiene prejuicios contra las mujeres en general, o contra una persona en particular, la negatividad también puede expresarse a través de estereotipos de género. No se puede negar que a algunos clérigos les resulta agotador aceptar rendir cuentas de su trabajo ante alguien que no es clérigo: probablemente también se aplicaría a un laico, pero con una mujer es bastante nuevo y para algunos doblemente difícil.
Críticas enriquecedoras
Por supuesto, un buen líder sabe que en la crítica siempre hay algo que hay que captar a tiempo, una intuición o un sentimiento que puede orientarse hacia el bien. ¿Son entonces femeninas la cualidad de escuchar, la voluntad de empezar de nuevo, la capacidad de arreglar las cosas o no tomarlo todo como personal? Sí y no. Como hombre, me parece que puedo convertirme en hombre desarrollando dimensiones que no me son ajenas, pero que por cultura y formación no reconocía como elementos de fortaleza. Por supuesto, maduran en la relación con el otro, es decir, permitiendo que formas de ser diferentes a la mía interactúen con lo que ya soy. Cada persona aporta una perspectiva única y, si la cultiva sin separarse de los demás, también una comprensión profunda y única de muchas cuestiones, incluidas las cuestiones de fe.
Lo que experimenta un sacerdote, en un Dicasterio como el nuestro, es que, si las mujeres son excluidas de las conversaciones y de las decisiones, de las responsabilidades y de la reflexión teológica, en primer lugar, nos privamos de la mitad de la humanidad y de la mayoría de quienes rezan, creen, escuchan la Palabra, celebran los sacramentos y viven la caridad cada día. Este me parece que es el punto. Una Iglesia que se priva de mujeres en los roles claves de su vida, de aquellas que ha generado en la fe y que tienen una palabra profética que compartir de Dios, se empobrece.
El obispo de Roma –y en consecuencia cada obispo, cada párroco– no puede permitirse este empobrecimiento de la vida eclesial. Por eso, la obediencia sincera al Espíritu intensifica la comunión de las diferencias, hasta el punto de pedir replanteamientos y reformas teológicas. Lo sabemos, pero todavía lo traducimos demasiado poco en la mayoría de las sedes eclesiales: la nueva conciencia que las mujeres tienen de sí mismas en el ámbito público y profesional no quita nada a sus características ya apreciadas en el pasado, sino como un verdadero signo de los tiempos, cambia nuestra experiencia de la realidad enriqueciéndola. Ya no se trata de ámbitos de vida separados y de compromiso para hombres y mujeres, sino como responsabilidad común, cada uno con sus especificidades de vida familiar y social, de tareas educativas y económicas, de espiritualidad y política.
Es un camino que apenas ha comenzado: incluso en el ámbito civil es más difícil de lo que parece. En él se insta a la Iglesia a repensarse, comprendiendo lo que ya contienen los Evangelios, y hoy resulta más claro: en torno a Jesús hombres y mujeres estaban juntos como nunca antes había sucedido. La Iglesia obedece la Palabra de Dios y este es el criterio. Las circunstancias históricas nos obligan a escucharla e interpretarla, es decir, a recibirla como Palabra viva.
Es el corazón de un proceso sinodal que refleja el modo de tomar decisiones ya descrito en los Hechos de los Apóstoles. Jesús advirtió a los dirigentes del pueblo que no deben hacer de su tradición una ley que anula la Palabra de Dios, por lo que es necesario llamar a las cosas por su nombre y luchar contra las falsas solidaridades, sobre todo, si están revestidas de sacralidad y sufridas en forma de un poder que monopoliza todo.
Crisis de autoridad
El bien siempre se hace a la luz, no humilla y no se paga: esto también se aplica internamente al mundo femenino, pero requiere una vigilancia específica donde, por cultura o tradición, los hombres tienden a hacer valer un derecho sobre las mujeres, o los grandes sobre los pequeños no pocas veces en nombre de Dios. Estamos viviendo una crisis de autoridad que ha tocado a las Iglesias de gran parte del mundo. Tendremos que apoyarnos cada vez más en las capacidades multidisciplinares de los bautizados y debatir la eficacia de las buenas prácticas que ya están en marcha o en fase de experimentación.
Es la sociedad en su conjunto la que, de diferentes maneras y a diferentes ritmos, está avanzando a pasos agigantados en materia de derechos de las personas. Hasta el punto de que allí donde se niegan los derechos humanos fundamentales –y de cuántas maneras y en cuántos lugares se siguen negando– se produce un escándalo insostenible. La evolución de este proceso será dramática en la medida en que desborde los intereses de unos pocos en cuyas manos se concentran hoy la riqueza y el poder, pero debemos tener fe en las sorpresas de Dios, que sabe tocar los corazones y las mentes, sabe hacer nacer nuevas las cosas donde menos se espera y sabe transformar el dolor en alegría.
*Artículo original publicado en el número de marzo de 2024 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva