Tribuna

Teresilla, la monja de los terroristas arrepentidos

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La traté durante veinte años, pero nunca supe cuántos años tenía. Al fin y al cabo, el tiempo de las religiosas, comprometidas fuera cual fuera el ambiente y con el rostro siempre enmarcado por un hábito que parece un sello, parece detenido. No se lo pregunté nunca, porque era mejor evitar conversaciones inútiles con Teresilla, una persona práctica y concreta.



Gruñona, pero nunca grosera, iba al grano. Y siempre sonriendo: la sonrisa a menudo socarrona, a veces desencantada, o útil para ocultar alguna amargura derivada de la confianza traicionada, o de sospechas de conspiración que la querían en el centro de oscuras e innombrables negociaciones entre los terroristas y el estado.

Sufría por ello y se preguntaba el por qué, pero no se inquietaba ni se dejaba condicionar. Porque lo hacía desinteresadamente. Supe poco sobre su trabajo en hospitales excepto un día que la busqué en el hospital porque no había otra forma de localizarla. Quien atendía el teléfono gritaba llamándola: “¡Teresi!”. De su voluntariado en prisiones, sé algo más. Fue intermediaria entre muchos presos, con sus historias, sus necesidades, sus miserias y sus riquezas. Precioso material humano, se mire por dónde se mire. Pero hay que manejarlo con cuidado, como hacía ella.

Teresilla salta a los titulares por ser “la monja de los años de plomo”, amiga de terroristas arrepentidos de todos los colores. También fue amiga de muchos reclusos “normales”, delincuentes que nada tenían que ver con la lucha armada, algunos incluso famosos, pero muchos anónimos y desconocidos para la mayoría. Vidas destrozadas que ella trató de resucitar para hacer que algo bueno volviera a nacer. Había logrado ganarse la confianza de todos, pero para los apegados a la revolución fallida era un puente para restablecer el diálogo con el mundo exterior, la sociedad a la que querían combatir o derribar.

Las leyes italianas les han permitido ser acogidos en el contexto que habían negado, rechazado y combatido, y ella los condujo y acompañó en este camino. Con algunos fue más corto, con otros más largo y con otros quedó interrumpido, pero Teresilla no pidió nada para ninguno ni se arrepintió de que en determinado momento tomaran otro rumbo. Ha visto alejarse a algunos con la misma velocidad con que se habían acercado a ella, sin que esto cambiara un ápice su actitud; porque entró en prisión para dar, no para recibir. Y lo que recibió, bueno o malo, no afectó lo que dio y seguiría dando.

El precio de su misión

Puede ser que alguien la haya utilizado o usado, tanto entre los detenidos, como entre los interlocutores. Y, sí, ella se dejó usar o explotar. Por generosidad, por ingenuidad, quizás por riesgo calculado, pero diría que no por complicidad. Demasiadas veces la he visto abrir los brazos y soltar una media sonrisa ante una derrota: ya fuera la fuga de alguien a quien ayudaron a salir con un permiso, un nuevo delito cometido por un indultado por el que intercedió, o alguna acusación lanzada por quienes antes le habían pedido hacer aquello de lo que la acusaban.

Los desengaños los puso en la cuenta como si fueran un precio a pagar por hacer lo que consideraba su misión: ayudar a las personas a ser lo que quisieran y a recuperar una vida digna de ser vivida. Dentro y fuera de los muros de una prisión. Una existencia gastada al servicio de los demás sin detenerse demasiado a pensar. Una vida rota por una decisión repentina y temeraria, durante una procesión nocturna, vestida de negro en un lugar oscuro…

Como me dijo un ex terrorista que fue su amigo tras las rejas y luego como hombre libre: “Tú sabes cómo era, ¿no?”.


*Artículo original publicado en el número de mayo de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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