Tribuna

Terminar en buena compañía

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Gianfranco Ravasi, cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“Ya Gilgamesh se vio obligado a descubrir la inevitabilidad del morir, a pesar de la vana cura con el vegetal marino de la Isla de los Bienaventurados, mientras el antiguo Arpista egipcio hacía gemir a las cuerdas de su instrumento entonando el mismo canto amargo. Tampoco se equivocó la Beauvoir de Una muerte muy dulce cuando confesaba que “no existe una muerte natural: de lo que le sucede al hombre, nada es natural, porque su presencia cuestiona el mundo”.

Por esto es sabia la dosis de cautela y humildad que sugería el jurista italiano Gustavo Zagrebelsky en un artículo: “Sobre estas cuestiones últimas somos siempre penúltimos. Son discursos en el estado de las propias reflexiones actuales. ¡Ay de la seguridad! En las cuestiones de este tipo, la problemática es un deber”.

Aun con un bagaje de certezas necesario y fundado, monseñor Vincenzo Paglia ha adoptado el consejo del jurista no creyente. Así puede hablar a todos con su libro que quiero ahora proponer de manera muy libre y simplificada, convencido de la permanente insuficiencia del discurso en torno a esta “hermana” incómoda llamada con un nombre que se ha vuelto a menudo impronunciable incluso en los sermones: Muerte. Paglia decide abrir su discurso con La muerte moderna, una novela del sueco Carl-Henning Wijkmark, de 1978, una especie de parábola sobre la “deriva totalitaria del sistema democrático cuando olvida el primado intangible de la persona humana”.ilustración de Tomás de Zárate para artículo Gianfranco Ravasi 3029

Este es el horizonte en el que se debe colocar la cuestión del morir, evitando todo exceso de dogmatismo ideológico. Lo cierto es que en nuestros días, en los que la misma semántica de la palabra “eutanasia” ha sufrido una torsión eufemística, la cautela a la que antes me refería parece atenuarse cada vez más, introduciendo un “eutanasismo” sin vacilaciones.

Paglia se coloca naturalmente en la otra orilla respecto a la que tuvo el emblemático Manifiesto sobre la eutanasia, publicado por unos cuarenta científicos (entre ellos los Nobel Monod, Pauling y Thompson) en la revista The Humanist en 1974. Y lo hace sin polémicas airadas, tratando de registrar y analizar ese impulso que parece ampliar cada vez más el consenso, a menudo instintivo y emotivo, sobre esa práctica.

El análisis de Paglia no duda en deshojar todos los pétalos de esta flor incandescente, partiendo de una visión antropológica general, para tener siempre fija la barra de un enfoque personalista, evitando cualquier agresividad no solo terapéutica, sino ideológica.

Pero el recorrido no se agota en la investigación y en la valoración crítica de los múltiples y, a menudo, candentes componentes del problema. El cristianismo tiene su hermenéutica de la vida y de la muerte que Paglia sintetiza en un capítulo, pero que ramifica en el mapa de su análisis general. En la raíz está siempre una fisionomía particular asignada a la persona humana, vista en su trascendencia y en la inmanencia de su relación consigo misma y con el otro, por lo que la muerte es “íntima”, pero comunitaria porque “ningún hombre es una isla, entero en sí mismo”.

Un misterio que es inseparable del de la vida, como escribía la doctora inglesa Iona Heath: “Si apartamos los ojos de la muerte, prejuzgamos también la alegría de vivir: cuanto menos advertimos la muerte, menos vivimos”. Solo así se plasma la propia interioridad hasta conquistar la capacidad de ayudar a quien se está despidiendo de la vida y acoger con valentía también el propio morir. De la “muerte por piedad” se llega a la “piedad para quien muere”.

Publicado en el número 3.029 de Vida Nueva. Ver sumario