Las consecuencias de la crisis provocada por el coronavirus tienen un alcance mundial. En un mundo global, donde todo está interconectado, no hay decisiones ni acontecimientos que afecten solamente a una parte del planeta. La globalización es un fenómeno inevitable, si bien, por sí mismo, es neutro: ni es totalmente positivo ni totalmente negativo. Es una realidad ambivalente, fruto de la revolución tecnológica y de su impacto en todos los campos (económico, social, político, cultural, educativo, antropológico, religioso…), a los que ahora se ha añadido el campo sanitario. Este era un campo “olvidado” en el continente europeo y, en parte, americano –no así en los países de Asia y África, que conocen epidemias de manera frecuente–.
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Debemos decir que, así como la globalización es un fenómeno ambivalente, también la forma en la que se ha vivido y se vive esta pandemia admite muy diversas lecturas. Ahora, después de tres meses y medio desde que el COVID-19 entró en Europa a través del norte de Italia, el balance de las reacciones humanas ante la pandemia es contrastado, ni cohesionado ni uniforme. La pandemia, sin duda, ha puesto al descubierto la fragilidad humana y la fragilidad de un sistema de vida que requiere cambios sustanciales. El papa Francisco lo afirmó de manera lapidaria: “No se puede pretender estar sano en un mundo que está enfermo”.
Si no fuera así, si el mundo no estuviera enfermo, no habrían muerto tantos ancianos en las residencias, en los hospitales o en casa, víctimas de un sistema de sanidad selectiva que ha emergido con toda su crudeza y, a la vez, con toda su impotencia. Lo ha puesto de relieve el manifiesto “Sin ancianos no hay futuro”, promovido por la Comunidad de Sant’Egidio (firma online en www.santegidio.org). La soledad en la que han muerto miles de personas, sobre todo ancianas, constituye una llamada a los principios de humanidad más básicos, que empiezan por el derecho universal a una sanidad para todos, sobre todo para los más vulnerables.
Cierto que, por otra parte, se debe subrayar el trabajo abnegado de miles de personas del mundo de la sanidad y de la asistencia social que han volcado las energías, las que tenían y las que no tenían, para curar y/o acompañar a las muchas personas que estaban en peligro o que se encontraban ya ante una muerte inevitable.
Entre estos, se ha puesto en evidencia la proximidad de muchas personas de Iglesia (sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas), que se han preocupado por estar al lado de quienes sufrían la agresión de la enfermedad, con una postración agravada por la soledad, y darles una palabra de consuelo y, en muchos casos, administrarles los sacramentos.
Salir de uno mismo
En este momento, el punto en la balanza pasa por la decisión de salir de uno mismo o de permanecer dentro de uno mismo. El coronavirus nos ha sacudido como sociedad, pero resulta difícil saber qué ha suscitado en cada persona. Se irá viendo en los próximos meses y años. Los grandes cambios empiezan por el corazón, por lo que hay de más íntimo en nosotros, por aquel ámbito de conciencia al que nadie llega sino Dios Nuestro Señor –cuya voz dulce y apremiante puede ser escuchada o rechazada–.
La crisis de humanidad que es el coronavirus ha dejado inermes a unos abriéndoles el corazón, y ha “rearmado” a otros, los que se han limitado a esperar la llamada “nueva normalidad”. No es fácil poner en crisis al propio yo, al individualismo, al amor por uno mismo, sobre todo si se está demasiado atento a los ídolos de este mundo. Una crisis es una oportunidad para cambiar –¡y todo puede cambiar!–, pero sin un movimiento interior del corazón todo puede quedar igual.
El corazón del samaritano
La clave del cambio es la preocupación por el otro, la entrada del otro como prójimo en mi vida. Así cambió el corazón del samaritano de la parábola, al ver al hombre medio muerto al pie del camino. Y cabe decir que el coronavirus ha dado vida y cuerpo a muchos “buenos samaritanos”, que no han pasado de largo ante la necesidad de los demás.
Las necesidades, sin embargo, apenas acaban de empezar. Si hasta ahora la palabra de orden ha sido “quédate en casa”, en este momento, viendo lo que sucede con muchas personas –incluso bastantes niños y jóvenes que prefieren encerrarse en su casa–, es necesario cambiar el mensaje y decir: “No te quedes en casa, ausente del mundo y lejos de los pobres”.
Es preciso ir a encontrar a los que no saben cómo tirar adelante, y hacerlo como comunidad cristiana, madre atenta de todos ellos, una madre que se preocupa por los que pasan necesidad y buscan refugio y ayuda en un momento de penuria. Somos una sola humanidad, y somos una sola Iglesia, principio de unidad de la estirpe humana.