Ya andando esta Semana Santa 2021 −y a punto de volver a gritar fuerte en comunidad: ¡Cristo ha Resucitado, la muerte ha sido vencida!−, cómo no recordar lo que pasaba un año atrás. Cómo vivimos una Pascua de encierro y sin celebraciones presenciales. Cómo tuvimos que reacomodarnos y aprender a celebrar virtualmente a través de una pantalla. Cómo tuvimos que frenar nuestra rutina y aprender a convivir en nuestros espacios. Cómo nos decíamos ‘tenemos que aprender la lección, cuidarnos para cuidar’.
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Todo no puede volver a una normalidad que sentimos no era tan normal, ya que el correr tanto nos había anestesiado. Todo un año tan lleno de dudas, miedos e incertidumbres y que aún persisten. Vivencias del día a día, que nos fueron mostrando a los enfermos, a los cansados y agobiados, las muertes cercanas y las no tanto y, a la vez, a los que se pusieron en primera línea, los que se arriesgaron y se jugaron por los otros y nosotros, como también a los que se aprovecharon de los demás.
En la misma barca
Todo junto nos atravesó la vida. Todos y todas en la misma barca, diría Francisco, navegando a veces sin viento y sin timonel. Pero aun así, como hijos e hijas de la Fe, pusimos proa a la esperanza.
A los días de esta semana, les decimos ‘santos’, porque hacemos presente la vida entregada por amor hasta el extremo de ese Hombre-Dios, que vino a rescatar a los hombres y mujeres, sean niños, jóvenes, adultos o ancianos, de esa oscuridad y sin sentido que nos provoca cualquier mal. Es alentador recordar ‘que ningún mal, ningún pecado tiene la última palabra’. Y que todo aquel que le abre las puertas de su corazón a Jesús resucitado, el Salvador, recibe una fuerza y una luz que vence toda tiniebla.
Nuestras vidas en pandemia
Por segundo año consecutivo, vamos a caminar el Vía Crucis, ese Camino de la Cruz de nuestras vidas en pandemia y, aunque nos encuentra más experimentados y concientes, nos sigue desafiando en la responsabilidad individual y colectiva, en las maneras de abordarla socialmente y en la creatividad para construir juntos espacios más cercanos, más sanadores y más fraternos.
Desde el eco de los tiempos, el profeta se vuelve a pronunciar hoy y nos dice a cada uno y cada una que el Señor nos llamó en la justicia, nos sostuvo de la mano, nos formó y nos destinó a ser alianza del pueblo a la luz de las naciones, para abrir los ojos a los ciegos, para hacer salir de prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan las tinieblas. (Is 42, 6-7).
Acceder a la realidad sin prejuicios, aceptando el acontecer de cada vida y los movimientos extremos que la pandemia nos pone por delante, con las nuevas fragilidades que produce, nos hace preguntarnos dónde estamos parados y qué vamos a entregar en este tiempo en que la pandemia continúa.
Cada uno, una misión
Como no se cansa de repetir el Papa Francisco ‘cada uno es una Misión en esta tierra’, cabe hacernos algunas preguntas. ¿Estoy teniendo la capacidad de darme cuenta qué puedo ofrecer, qué me está reclamando el entorno que me rodea, las heridas de tantos caídos en el camino? ¿Me doy cuenta que ninguna institución agota las respuestas a tantas necesidades y que estamos necesitando que cada uno y cada una de quienes habitamos esta tierra debemos compartir lo mejor de nosotros para el bien común?
Ante la infinidad de situaciones que vivimos hoy, con mis propios desafíos, en los caídos de nuestras familias, con los quebrados de nuestras comunidades, con las violentadas y muertas, podemos responder esas y otras preguntas, si una vez más somos capaces de poner en alto la Cruz del Resucitado y hacernos y ser Cruz con Jesús. Doblar nuestra rodilla para decir: ¡Jesucristo es el Señor! ¡Sólo Él tiene la Vida que venció la muerte! Y que su Nombre en nuestros labios se haga eco de eternidad para llevar una mirada renovada de esperanza a este tiempo que sólo pide ser tiempo de fraternidad, de mirarnos y aceptarnos como hermanos.
Iglesia de esperanza
Y para los que nos confesamos cristianos, qué bueno es recordar lo que decía nuestro querido mártir Angelelli el domingo de Pascua de 1971: “recae sobre nosotros la responsabilidad de ir construyendo una iglesia diocesana que sea verdaderamente Iglesia Pascual, iglesia llena de Vida Nueva en cada uno de sus miembros. Es una iglesia de la esperanza y la alegría, pero en la profundidad de la Cruz y el silencio interior. Una iglesia diocesana que debe ir sintiendo cada vez más su urgencia de ser misionera”.
El mundo camina vertiginosamente y el desafío está planteado: acogida de la vida tal cual viene y valentía creativa a la manera de San José, para buscar los nuevos caminos que nos encuentren apostando una vez más y sin descanso por construir el Reino de Dios que comienza aquí en la tierra.
Que los lazos y vínculos de fraternidad que Jesús sigue extendiendo desde sus brazos abiertos en la Cruz nos talle un corazón “sin confines, capaz de ir más allá de las distancias de procedencia, nacionalidad, color o religión”, un corazón abierto a todos y todas en lo propio y lo diverso.
Que sea en ese abrazo universal −que él decidió dar al mundo cuando escogió los clavos− el lugar donde pueda nacer la amistad social que necesitamos.
Que seamos nosotros –cristianos y cristianas de este tiempo− quienes proclamando su Nombre sigamos poniendo proa a la esperanza que nunca nos va a defraudar.