FRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España
“Un regreso a la simbología de los tiempos ancestrales del paganismo…”
Prácticamente en casi ninguna gran capital europea, en los adornos y luces que en estas fechas de Navidad engalanan sus plazas y calles, podemos apreciar el más mínimo vestigio religioso que nos sirva para recordar el nacimiento de Jesús.
Buscando una neutralidad confesional, o mejor dicho aconfesional, la iconografía imperante se inclina por reproducir imágenes de la naturaleza, tales como nieve cristalizada, ramas de abeto, estrellas fugaces o dibujos geométricos, estos últimos, por cierto, copias de la simbología rúnica.
Con todas estas alegorías aparentemente neutras y festivas, se impone de forma laxa un regreso a la simbología de los tiempos ancestrales del paganismo precristiano, que por estas mismas fechas celebraba las fiestas del equinoccio de invierno.
Nada es casual ni accidental. De un tiempo a esta parte, eufemismos tales como “fiestas de invierno”, “puente de primavera” o “equinoccio de verano” sustituyen en el lenguaje publicitario, periodístico y comercial a los términos existentes de Navidad, Semana Santa o cualquier otra de las efemérides cristianas implantadas en el calendario occidental y europeo.
Se universalizan, o como ahora se dice, se globalizan, fiestas como la de las despedidas y entradas del año y la aberrante celebración de Halloween o los cada vez más prolongados carnavales, exaltándolas siempre en detrimento de las celebraciones religiosas más próximas, o inmediatas, como Navidad, Todos los Santos, conmemoraciones que, paulatinamente, se van transformando en simples largos puentes vacacionales, que sirven para ir a esquiar o a la playa, disfrutándolos casi siempre cada miembro de la familia por su lado.
El árbol de Navidad sustituye al nacimiento. Papá Noel arrincona a los Reyes Magos, porque así “los niños tienen más días para disfrutar” (sic). Las pocas misas del Gallo que subsisten se celebran a las 8 de la noche para no perturbar cenas y cotillones, en los que, por cierto, ya no se estilan ni la coliflor ni el besugo, sustituidos por el marisco, un nuevo uso gastronómico totalmente opuesto al sentido cristiano de la Nochebuena.
En aras de la multiculturalidad dominante, se suprimen las tradicionales emisiones filatélicas conmemorativas de la natividad cristiana, por mor de un respeto inexistente a la recíproca en otras latitudes.
A la vez, en escuelas y colegios ni se representan nacimientos vivientes ni se instalan Misterios o nacimientos artísticos, a la vez que los villancicos se excluyen de los repertorios corales.
Tan solo gracias a los intereses de las cadenas comerciales subsisten en nuestras calles las cabalgatas de Reyes, aunque últimamente, a causa de los furores de identidad autonomistas, los Magos de Oriente comienzan a ser sustituidos por un variopinto surtido de figuras de carboneros, brujas o castañeras, todas ellas de “profundas raíces autóctonas”.
Es la tercera entrega navideña que, en las páginas de Vida Nueva, comparto con mis sufridos lectores. A diferencia de las dos anteriores, este año mi sentimiento dominante no es el habitual de estos días, sino el de tristeza ante la resignación que embarga a esta sociedad, impasible ante su propia decadencia.
Feliz Navidad a todos, pero, sin embargo, lo por mí hoy escrito va a misa (y nunca mejor dicho).
En el nº 2.922 de Vida Nueva