En estos días, muchas personas me han preguntado sobre nuestros temores y los miedos que tenemos ¿A qué le tenemos miedo?
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Parece fácil la respuesta, incluso en un grupo preguntando así desprevenidamente, me dijeron que muchos le tienen miedo a la muerte, otras personas a perder a alguien, nos duele la pérdida de un ser querido, otros a quedarse solo o sin empleo… pero a nivel pastoral no es tan simple como parece presentarse, porque una cosa es tener miedos naturales propios de un derrumbe, un accidente o un terremoto y otra es tener miedos que nos hacen tener reacciones naturales en el mismo cuerpo, como por ejemplo, llorar es una manifestación del cuerpo, sudar o la misma respiración es más densa y el corazón se acelera y no sabemos tener el dominio sobre el cuerpo.
Pasamos apuros por estos miedos o temores que no controlamos o se salen de nuestro control. La mayoría de personas ante un sentimiento de culpa o de atracción por alguien se sienten confrontados y su reacción siempre va a ser diferente en cada caso y en de acuerdo a cada personalidad, de acuerdo en su mayoría a sus experiencias negativas o positivas que están en la memoria afectiva, incluso de manera inconsciente que se activan de manera involuntaria y se hacen conscientes estos temores o miedos guardados.
Pero, ¿Por qué se manifiesta en el cuerpo algo interno? Ese sentimiento de desazón, de pérdida, de un conflicto no resuelto, de un fracaso en algún ámbito de la vida… no todo está perdido, porque tenemos siempre la posibilidad de levantarnos de cualquier situación personal o incluso de cualquier sentimiento de recuerdos negativos, en su mayoría, que tengamos en lo más profundo del corazón.
El siguiente artículo nos hace ver la importancia de ser visibles y no invisibles, pensemos en este escrito de un anónimo que nos cuestiona sobre la soledad profunda de no ser tenidos en cuenta o de ser invisibles en medio de la misma casa:
El día que me volví invisible
“No sé a cómo estamos. En esta casa no hay calendarios y en mi memoria los días están hechos una maraña. Me acuerdo de esos calendarios grandes, unos primores ilustrados con imágenes de los santos, que colgábamos al lado del tocador. Ya no hay nada de eso, todas las cosas antiguas han ido desapareciendo. Y yo, yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta. Primero me cambiaron de habitación pues la familia creció. Después me pasaron a otra más pequeña aún, acompañada de una de mis bisnietas. ahora ocupo el cuarto de los “chunches viejos” el que está en el patio de atrás. Prometieron cambiarle el vidrio roto de la ventana, pero se les olvidó y todas las noches por ahí se cuela un airecito helado que aumenta mis dolores reumáticos.
Desde hace mucho tiempo tenía tentaciones de escribir, pero me he pasado semanas buscando un lapicero, y cuando al fin lo encontraba, yo misma volvía a olvidar en donde lo había puesto. A mis años las cosas se pierden fácilmente, claro que es una enfermedad de ellas, de las cosas, porque yo estoy segura de tenerlas, pero siempre se desaparecen. La otra tarde, caí en la cuenta de que también mi voz ha desaparecido.
Cuando les hablo a mis nietos o a mis hijos, no me contestan. Todos platican sin mirarme, como si yo no estuviera con ellos escuchando atenta lo que dicen. A veces intervengo en la conversación, segura de que lo que voy a decirles no se le ha ocurrido a ninguno, y que les van a servir mucho mis consejos. Pero no me oyen, no me miran, no m responden. Entonces, llena de tristeza, me retiro a mi cuarto antes de terminar de tomar la taza de café. Lo hago así, de pronto, para que comprendan que estoy enojada, para que se den cuenta que me han ofendido y vengan a buscarme y me pidan perdón. Pero nadie viene.
El otro día les dije que cuando muriera entonces sí me iban a extrañar. El niño más pequeño dijo: ¿a poco tú estás viva Cande? Les hizo tanta en gracia que no paraban en reír. Tres días estuve llorando en mi cuarto, hasta que una mañana entró uno de los muchachos a sacar unas llantas viejas, que ni los buenos días me dio. Fue entonces cuando me convencí soy invisible.” (anónimo).
Solo cuando somos conscientes de ese miedo que no nos deja estar en paz o no nos deja ser nosotros mismo o hemos perdido el control es cuando empieza la sanación, la sanación no viene por algún rito extraño o algo externo, yo debo identificar mis miedos: se han identificado varios “proto-tipos” de miedos, solo mencionare algunos:
A) Miedo de querer ser libre: “el miedo de ser libre y el servicio a los demás: el miedo más grande del masoquista es ser libre, así que hace todo lo posible por estar ocupado ayudando a sus seres queridos, por un lado, si no lo hace se sentirá culpable y, por otro, así se asegura de no tener libertad” (Bourbeau, Lise, la sanación de las cinco heridas, 8ª Ed. Mayo 2022. Ed. Sirio, p. 156).
B) Miedo al futuro: la incertidumbre de saber que tenemos ciclos que superar y cerrar, que la vida y la salud son un divino tesoro que debemos cuidar, el futuro que es incierto, incluso tenemos miedo que caigamos en desgracia, en no tener un bien necesario hacia el futuro: una casa, un trabajo, un vehículo o perderlos nos desestabiliza emocionalmente y debemos saber que son medios, no fines y que el futuro no lo podemos saber pero si podemos prever en algo lo que vendrá en la medida que nos preparemos para el mismo, sin temores al futuro porque está en manos de Dios.
C) Miedo a la soledad: La soledad es el rechazo del amor de Dios, pero la soledad no es ausencia de compañía, es una actitud emocional de sentirte lejos de Dios y de todos, es sentir que no perteneces a ningún lugar que a nadie le importas. Es sentirte lejos de todo, es una especie de autismo emocional, es una de las enfermedades que ataca a muchas personas en este siglo XXI.
– “Nunca antes en la vida había visto tantos solos, Como en París. Allí se habla de soledad en todas las esquinas. Uno la ve treparse al “metro” a diario; ella se sienta en los bares y en los templos, deambula en los parques…!quien no la ha visto!” (Tomado del artículo del P. Carlos Triana, Cjm. “Al Dios de la eterna compañía”. Rev. Flia eudista. 1996. P. 44-45ss).
En fin, esta primera parte quiere dejarnos preguntas abiertas, pero que desde nuestro campo pastoral exigen respuestas a tantas personas que en el fondo se sienten solos(as), en nuestras comunidades, parroquias, instituciones y familias. Un fenómeno actual que exige una próxima entrega detallada sobre el miedo a la soledad, que nos implica y nos trasnocha responder para que no dejemos pasar por alto un tema tan esencial en la vida de todos nosotros que de alguna manera queremos acompañar y ser solidarios desde una pastoral de escucha, porque el pastor atiende las necesidades de las personas.
Por Wilson Javier Sossa López. Sacerdote eudista del Minuto de Dios