La Vida Consagrada tiene una clara dimensión sacramental. Vivimos en medio de la historia sirviendo de espejo que refleja la voluntad de Dios sobre sus hijos e hijas. Como el agua del mar refleja la luz del sol o de la luna llena. Todas las familias religiosas buscamos, desde el carisma específico, iluminar la llamada que Dios nos hace a vivir su plenitud de Vida y de Amor.
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Y los contextos culturales sirven de principio hermenéutico para que cada familia eclesial descubra la luz que necesitan nuestros hermanos. En esta época de la atomización, del individualismo, del narcisismo espiritual, de la búsqueda de realización, de la satisfacción y el bienestar, los consagrados nos presentamos a nuestro mundo como personas volcadas hacia las necesidades de los más desfavorecidos.
Caminamos esperanzados sabiendo que el misterio de la vida humana solo se esclarece a la luz del Hijo de Dios encarnado. Es Jesús el que nos enseña a transitar por los laberintos de la existencia priorizando no el desarrollo individual, sino comunitario, familiar, sinodal y solidario. Nadie se salva solo, ni la vida es una competición en la que los demás se tornan rivales. La pandemia nos ha vuelto a poner delante de nuestros ojos la necesidad de caminar juntos, tanto en la investigación científica, como en la toma de decisiones globales.
El conflicto bélico en Ucrania nos devuelve la necesidad de trabajar por una paz que comienza en lo profundo de cada corazón. El aumento de suicidios, especialmente sangrantes los datos que nos hablan de la juventud, el alto consumo de antidepresivos, los trastornos alimenticios, el hablar cada vez más de salud mental, son un reto y una urgencia.
La Palabra de Dios, fuente de la que nos nutrimos toda la Iglesia nos vuelve a urgir y a despertar: “Pues considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará. Porque la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios” (Rom 8,18-19).
Amor trinitario
Caminamos esperanzados en que nuestras vidas se conviertan en testimonios creíbles de lo que significa vivir como hijos e hijas de Dios. No como héroes, con superpoderes, que deslumbran. No se piden líderes carismáticos que, idealizados, se conviertan en guías de una multitud que lo siguen de forma acrítica. El modelo ya ha demostrado en demasiados casos que ha fallado. El testimonio no se basa en el personalismo, en la concentración de talentos en una misma persona. Es tiempo de redescubrir la dimensión trinitaria de la vida consagrada.
Nuestro amor trinitario se convierte en el gran espejo que necesita reconocer nuestro mundo. En el que todos valemos aportando lo específico que tenemos. No sobra nadie. Somos complementarios, necesarios unos en la vida de los otros. Llamados a conocernos, a acercarnos, a aportar lo propio sin imposición. A prestarnos ayuda entre todas las familias religiosas y eclesiales. Ese sueño expresado por Jesús de “llegar a ser todos uno” (cf. Jn 17,21), sigue vigente y es lo que más demanda nuestro mundo.