Tú, mujer, amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma,
con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas.
Recuerdo a mi padre decir respecto de Dios que solo se ama y se abraza lo que se conoce. Nada más cierto. Porque amamos a Dios, las mujeres buscamos alcanzar una comprensión más profunda del misterio divino. En esta búsqueda, el lenguaje juega un rol fundamental, y según se apliquen determinadas categorías, ese lenguaje puede resultar leal o puede traicionar aquello que se quiere consignar.
No pasa inadvertido que somos herederos/as de una idea de Dios con rasgos masculinos. Siglo tras siglo se nos ha enseñado sobre Dios Uno y Trino de un modo generizado. Las mujeres, y los hombres también, hemos estado llamadas/os a rendirle culto correspondiendo a una figura antropomórfica consolidada a instancias del lenguaje y sistema androcéntricos. Esta concepción ha brotado de la antigua cultura judeo-cristiana (y no la única), con fuertes parámetros patriarcales. En consecuencia, el mundo de los varones ha impregnado los símbolos de Dios interpretando al Misterio bajo el rol de monarca, gobernador absoluto, rey de reyes, señor de señores, juez y otros. No podemos negar que Jesús invoca al Padre, incluso empleando el término Abbá (papito). Pero tampoco podemos negar que su pretensión es la de acortar la distancia entre Yavé y el/la creyente, acentuando un tipo de relación marcada por la cercanía e intimidad. Sin embargo y con el tiempo, el término “padre” pasó a reforzar la masculinidad de Dios.
¿Un Dios masculino?
La formulación del Concilio de Calcedonia (451) afirma que en Cristo se unen la naturaleza divina y la humana, sin confusión ni división. Se predica de Jesús su ser “verdadero Dios” y “verdadero hombre”, confesión de fe a la que asentimos con toda nuestra mente y todo nuestro corazón. Sin embargo, a instancias del lenguaje aplicado de modo literal, esta afirmación dio lugar a la transferencia del género humano de Jesús al ser de Dios, resultando entonces un Dios masculino (E. Johnson: 2008).
Esta mirada parcializada produce extrañeza y riesgo para las mujeres. El lenguaje patriarcal sobre Dios ha contribuido a justificar y sostener las estructuras de dominio y subordinación que atentan contra la dignidad de las mujeres. La tradición cristiana, impregnada de sexismo, ha relegado el rol de las mujeres no solo en la cultura y en la sociedad, sino también en las iglesias. Tan solo una mirada alcanza para constatar la escasa participación de mujeres en funciones de relevancia. En este sentido, el lenguaje y los símbolos nos juegan una mala pasada. ¿Podemos pensar, nombrar y amar al Misterio Absoluto con todo nuestro corazón, alma, fuerza, inteligencia y cuerpo de mujer? ¿Qué argumentos permitirían dar un giro en la clásica comprensión de Dios?
Ante todo tenemos que admitir que el lenguaje religioso es metafórico y apunta a una realidad inefable, porque la realidad de Dios trasciende lo propiamente humano, está más allá de nuestras categorías y es anterior a todo lenguaje (G. Ramshaw: 1997). El mismo santo Tomás afirma que, dado que las palabras son signos de los conceptos y los conceptos son representaciones de las cosas, en la medida que podamos conocer una cosa es posible imponerle un nombre. En cuanto a Dios, podemos denominarle por las criaturas, sin embargo ese nombre no expresa la esencia divina tal cual es, porque su esencia está por encima de cuanto conocemos o expresamos con las palabras (cf. STh I,13,1).
Nuestra experiencia o conocimiento de Dios está mediada, en primer lugar, por un encuentro categorial con las realidades concretas de nuestro mundo. El “decir de Dios” está atravesado por nuestra condición creada y nuestra experiencia de criaturas. La experiencia originaria de estar referidos a Dios, por cierto siempre presente, no puede tergiversarse en el sentido de que Dios sea susceptible de mero conocimiento como si fuese un objeto más. Esta experiencia como de un algo no temático, en el sentido del conocimiento de Dios precisamente cuando pensamos en las cosas menos en Dios, es el fundamento del cual brota el conocimiento temático de Dios en la acción religiosa y en la reflexión teológica (Rahner: 1976). Habida cuenta de la parcialidad a la hora de pensar, nombrar y amar a Dios en términos masculinos, ¿podremos nombrar, pensar y amar a Dios en categorías femeninas?
En caso de responder afirmativamente, su aplicación probablemente sería objetada tan solo por entrar en contradicción con el lenguaje tradicional cristiano. Si así fuese, se repetiría la generización del Misterio, en este caso su feminización. Esta aporía nos ubica nuevamente en el punto de partida.
Intento de solución
Un intento de solución se nos ofrece por medio de una teología escrita por mujeres, que propone una vuelta a las Escrituras. Si el conocer a Dios parte de la mediación de las experiencias, ¿por qué no pensar en las experiencias de las mujeres con este fin? Nos dice el apóstol Pablo: “El amor de Dios es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5). El accionar del Espíritu se conjuga con una relación mutua que podríamos interpretar en modo de amistad. En tal sentido podemos pensar y decir que la Ruah Santa (vocablo que designa al Espíritu, en hebreo, es femenino) se prodiga en nosotras en vínculos de amor y amistad. “Ella” es nuestra “amiga por excelencia”. O la experiencia de hermana, que sugiere algo más que la relación de amistad en virtud de un vínculo más hondo. Incursionamos aquí en el Espíritu-Sophia (que significa Sabiduría en griego), amor, don y amiga del mundo. Y como se trata de una relación vivificadora que nutre, abraza y sostiene, podemos añadir “madre y abuela”. El Espíritu-Sophia, amiga, hermana, madre y abuela del mundo, constructora de relaciones de solidaridad con y entre los seres humanos y con la tierra (Johnson: 2008).
Se nos ha hecho creer que las mujeres por naturaleza nos caracterizamos por la pasividad, la debilidad y la irracionalidad propensa a las emociones. Sin embargo, la realidad de gestar, alumbrar y criar a nuestros hijos hace gala de la fortaleza activa que nos destaca. Estas cualidades y muchas más radican en nosotras y en nuestros cuerpos. Para vivir, amar, conocer y hacer, necesitamos de nuestros cuerpos y de nuestras capacidades, sorteando los antiguos vestigios dualistas que separan el alma del cuerpo, la razón de las emociones, la mente del corazón. Y desde lo más profundo de nuestro ser, amar a Dios y por qué no, amar-la a “Ella”. Conocer a “La que es” (She who is), hablar, hablar-Le, amar-La con corazón de mujer, con alma de mujer, con inteligencia y con fuerzas de mujer.