Recién iniciada la Pascua, el pasado 6 de abril, moría a los 93 años Hans Küng; dos días después, Jürgen Moltmann cumplía 95 años. Ambos en Tubinga, la pequeña ciudad alemana que tantas destacadas personalidades ha dado a la teología a lo largo de los últimos siglos. Küng, el perito más joven del Vaticano II, era considerado como uno de los grandes teólogos actuales; Moltmann sigue siendo uno de los más renombrados pensadores luteranos de nuestra época. Con admirable responsabilidad aún continúa reflexionando y escribiendo, como nuestro papa Benedicto XVI, que por cierto también fue profesor de dogmática en Tubinga. ¡Qué tiempos los suyos! Pero esos tiempos están acabando a pasos agigantados; ya no volverán. Con todo, están ahí como recuerdo y criterio, que nos pueden ayudar significativamente en la coyuntura presente.
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Ahora estamos en otro momento muy diferente, sufriendo una larga pandemia, que dará paso a un mundo distinto; nuevo al menos en algunos aspectos fundamentales, que convenía analizar debidamente. En este sentido, nuestra memoria tiene que servirnos de guía, para no dar pasos en falso. El 8 de diciembre de 1965, concluyó el Vaticano II, que ha tenido hondas repercusiones en la marcha de la Iglesia posterior. Quizá puede considerarse como el acontecimiento católico más importante de los últimos siglos, hasta el punto de que está dejando su imperecedera impronta incluso en estos instantes oscuros, desconcertantes y hasta desnortados.
Vigencia del Concilio
Muchos comentaristas del Concilio sostienen que sus constituciones sobre la Iglesia, dogmática la primera: la ‘Lumen gentium’; pastoral la segunda: la ‘Gaudium et spes’, constituyen sus documentos más decisivos. El primero considera a la comunidad de Jesús en sí misma, el segundo en su relación con las sociedades circundantes. Aunque pienso que el Vaticano II fue un Concilio trinitario más que eclesiológico, no cabe la menor duda de que su reflexión sobre la Iglesia fue la mayoritaria y la que más hondas repercusiones ha marcado a la posteridad. Nada ha influido tanto en el desarrollo eclesial como sus constituciones, decretos y declaraciones, que aún conservan plena vigencia en lo fundamental.
Ahora, todo está cambiando vertiginosamente. Importa sobre todo no perder la lucidez y situarnos sin miedos en el momento actual, en el que la Iglesia no puede ya centrarse en sí misma. Estamos en el tiempo de las religiones, no de una sola religión por excelente que sea y por decisiva que nos parezca. El cometido de los discípulos de Jesús aquí y ahora consiste en dialogar con el judaísmo y el islamismo, las otras religiones abrahámicas, así como con las tradiciones religiosas orientales de gran capacidad de movilización. Y hacerlo con honestidad y rigor, sin dogmatismos paralizantes.
Diálogo interreligioso
Como ha afirmado y sigue afirmando repetidamente el papa Francisco, estoy convencido de que sin un sincero diálogo entre las religiones no habrá paz en el mundo ¡y lo que más necesitamos hoy es una auténtica paz, que alcance a todos los pueblos y tenga un valor básico para el desarrollo del bienestar universal! No nos queda más remedio que acabar con el hambre y la miseria, con el odio y la violencia, que están produciendo estragos crecientes entre los débiles, convertidos en víctimas inocentes de guerras sin cuento. Parece que nuestra tierra está dando palos de ciego, haciéndose inservible sobre todo para los pobres, migrantes y refugiados. ¡Qué pena!
La Iglesia tiene puntos fuertes, que conviene que no pierda de vista y que ofrezca en su diálogo con las religiones: la Trinidad, junto con su misericordia y la llamada a la fraternidad. No podemos convertir estas realidades cruciales en tópicos y menos en banalidades, sino en fuerzas vitales, que orienten el ser y conformen el quehacer del catolicismo. En el diálogo los creyentes necesitamos testimoniar y hasta gritar nuestra originalidad religiosa con humildad y parresía. La dignidad, la igualdad, la libertad pueden justificarse desde la filosofía y valorarse en otras religiones. Hay que congratularse por ello. Pero para los cristianos la vivencia de la filiación divina y la experiencia de la fraternidad humana se encuentran en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
En su origen eterno el Padre sostiene el amor que constantemente nos está donando graciosamente a los hombres, el Hijo funda la filiación y la fraternidad con su obra salvadora y el Espíritu Santo posibilita con su inspiración creadora la práctica de esa filiación y fraternidad. Nada necesita más el mundo actual que vivir gozosamente la fraternidad, sin la que nuestro universo no tendrá ni presente ni futuro. Todo acabará en un caos, que la humanidad no merece en modo alguno, si el hombre se convierte en lobo para el hombre en lugar de hermano.