PABLO D’ORS | Sacerdote y escritor
Todo comenzó cuando sentí que mi vida quedaba en suspenso y que, de dar un paso, me precipitaría en el abismo. Pero di ese paso adelante convencido de que aquel abismo, aunque oscuro y peligroso, era Dios. Y caí en él sintiendo, mientras me desplomaba, una felicidad inaudita, casi insoportable.
– Sí, sí, sí –alcancé a decir mientras era absorbido por aquel abismo, hasta que de pronto, sin saber cómo ni por qué, volví a encontrarme arriba, como si nunca hubiera empezado a caer en sus manos divinas y como si todo aquello fuera un sueño del que ahora me despertaba para volver a la normalidad.
La opción por Dios pasa necesariamente por la perdición humana: no podemos llegar a Él sin vaciarnos o renunciar a lo que somos. Ese momento de renuncia, olvido o vaciamiento es muy raro en la vida de los hombres, pero cuando se produce, aunque sea por pocos segundos, se experimenta algo que a falta de otro nombre habrá que llamar milagro.
Mi acceso a Dios no fue un ascenso, como otros lo describen, sino más bien una caída en el abismo de sus manos. Él puso ese abismo ante mí y yo, evitando el pensamiento, di en un segundo el paso decisivo: “Sí, sí, sí”. Aún resuenan en mí aquellas tres palabras que dije; y dije “sí”, porque aquello que me estaba sucediendo lo deseaba ardientemente.
Desde entonces, aunque luego volviera a la superficie, entre Dios y yo quedó sellada una unión aún superior. Y supe entonces que ningún otro ideal del mundo, por sublime que fuera, satisfaría mi corazón.
Yo he sido llamado por Dios y solo en Él quiero descansar; este es mi deseo más profundo. Me pregunto cómo llegar a esta meta lo mejor y lo antes posible y, mientras tanto, visito a los enfermos y escribo mis libros, predico sobre el silencio y hago meditación. Mi corazón está en ese abismo por el que un día empecé a caer y por el que, según presumo, caeré también en el instante de mi muerte. Meditar es acercarse a ese abismo, convocarlo. Pero el abismo aparece cuando quiere y a nosotros compete tan solo, llegado el momento, dar un solo paso. Uno solo. Es así de sencillo. Toda la vida caminando para poder dar, en el instante cumbre, un solo paso.
Hoy puedo decir que tengo un corazón sacerdotal, pues percibo cómo me preocupa el destino de mis semejantes y cómo les miro y hablo como si fueran hijos que necesitan del cariño, protección y consejo de un padre. Nunca me he sentido padre hasta ahora; me entristece y enfada ver cómo se pierde la gente tomando derroteros equivocados e insensatos. “No lo hagas, por favor”, les digo.
Me alegro cuando les va bien y me sonrío con indulgencia cuando veo cómo ponen su esperanza en cosas hermosas, sí, pero que pronto les decepcionarán. Lloro cuando lloran porque se han perdido y no les puedo ayudar. Tengo, por primera vez en casi 25 años de sacerdocio, un corazón auténticamente paternal. Será que me he hecho viejo, me digo, burlándome de mí. Pero no es eso. Es solo que hacen falta décadas para empezar a ser aquello a lo que habíamos sido llamados.
Hoy veo a mis semejantes sentados en los bancos de la Iglesia, o en los asientos del metro, o incluso en la calle, corriendo quién sabe adónde, y tengo ganas de decirles: “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”. Así lo pienso, tal cual, como si yo fuera Cristo, sin ningún pudor. ¿Y qué haría si vinieran? ¿Qué hago, de hecho, cuando vienen? Les doy el único nombre que nos puede salvar, el de Cristo. Les digo que repitan esa palabra, solo “Jesucristo”, y que esa palabra, sin nada más, les purificará.
Hoy soy un apóstol de la oración del corazón, en eso me he convertido. Y reparto estampas de la Virgen a los enfermos. ¡Yo, que nunca imaginé que repartiría estampas! Y rezo el rosario por las noches, caminando de un lado al otro en la iglesia de la que soy capellán. Me he convertido en un cura de los de antes, pienso. Y sonrío al comprender que hay que vivir tanto para volver al punto en el que fuimos engendrados en el Espíritu.
Un corazón sacerdotal. Solo con escribirlo me emociono como si fuera un niño. Ese corazón mío ha dejado por fin de ser duro y frío y es ahora, por fin, ¡qué tarde, Dios mío!, sencillamente el corazón de un hombre sencillo.
En el nº 2.954 de Vida Nueva.
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