Unos cuantos siglos antes de que Descartes hiciera inmortal la frase “pienso luego existo”, san Agustín había escrito “me equivoco luego existo” (‘La Ciudad de Dios’ 11,26). Dejando a un lado las polémicas sobre la influencia de Agustín de Hipona en el autor del ‘Discurso del método’, lo cierto es que equivocarnos es una de las experiencias que nos une a todos. Siendo bebés, adolescentes, adultos o ancianos, el error forma parte de nuestras vidas. Y, seguramente, en la mayoría de los casos habremos experimentado que, fruto del error, es como más y mejor hemos aprendido algo. De este modo podríamos hablar de una pedagogía del error, no como algo negativo sino como parte del proceso.
El conocimiento tiene como punto de partida lo que se recibe de fuera y lo que se construye en nuestro interior, y en esta dinámica el error juega un papel fundamental. Los errores surgen del intento de dominar una situación nueva y desconocida con los medios disponibles en ese momento, y con la experiencia que todavía no se ha logrado. Cualquier avance científico, cualquier teoría, cualquier paso dado a lo largo de la historia, seguramente, ha dejado atrás múltiples intentos fallidos, errores cometidos sin los cuales no se podría haber llegado al éxito final.
Quizás la sociedad y la educación han insistido tanto en la necesidad de tener éxito que nos hemos olvidado de los pasos necesarios para llegar hasta él. Por lo general, a un objetivo no se llega de forma sencilla y rápida. Y si algo resulta sencillo y rápido mejor será preguntarnos si, verdaderamente, es tal y como creemos o esperamos.
La autonomía del aprendizaje
Aristóteles se refería al error con la palabra ‘hamartía’, traducida también como ‘fallo’ o ‘pecado’. En griego ‘hamartía’ hace alusión a errar el tiro o no dar en el blanco, como quedó reflejado en las gestas de los héroes de las tragedias. Y tantas veces en la vida nos sucede eso: que fijamos el punto de mira en un objetivo pero no conseguimos dar en el blanco. ¿Es eso algo negativo? ¿Por qué no tomarlo como un paso más en el proceso de aprendizaje que, en definitiva, es el proceso de la vida?
Desde hace años la pedagogía insiste en el aprendizaje mediante rúbricas y claves de corrección como instrumentos de evaluación activa que, partiendo de los errores, guían a los alumnos en su proceso. Conocer los errores cometidos por otros y nuestros propios errores nos ayuda a no repetirlos y a dar un paso más en la autonomía del aprendizaje. Es algo que, quizás, le sigue faltando a la educación de hoy, centrada mucho más en el aspecto de la enseñanza (perspectiva del educador) y no tanto en la del aprendizaje (perspectiva del alumno).
El error tiene otra importante perspectiva, que antes mencionábamos al referirnos a los clásicos griegos, y que fue asumida por la cultura cristiana: el pecado. Reconocer el pecado cometido también nos ayuda en nuestro proceso vital. Hablar de error y de pecado es hablar de algo que forma parte de nuestras vidas. De los pecados también se aprende y, reconociéndolos y superándolos logramos crecer, tal y como recordaran los clásicos: “Conócete, acéptate, supérate”.
San Agustín irá un paso más, reconociendo a Dios en su vida como parte del proceso del conocimiento de sí mismo: “¡Oh Dios, siempre el mismo!, conózcame a mí, conózcate a ti” (Soliloquios 2,1). “Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba” (Confesiones 7, 10. 18, 27). Fue ese el objetivo que se marcó el Obispo de Hipona con sus ‘Confesiones’: desde el reconocimiento del error, descubriendo a Dios en su vida, lograr un paso más en su proceso, en su misión, en su meta. No fue fácil y, casi al final de su vida, sintió, de nuevo, la necesidad de reconocer en sus ‘Retractaciones’ los errores cometidos. Quizás Agustín comprendió bien que errar es de humanos, rectificar es de sabios y para perdonar de verdad es necesaria la ayuda de Dios.