“¡Tanto tiempo pensando y dándole vueltas a la cabeza y resulta que ¡todo era tan fácil como abrazarse!”, dice Cristina Inogés en sus Susurros de muerte y resurrección (San Pablo). Resucitar es abrazarse a Dios, incorporarnos a su rostro, a su imagen. Ser amor, en definitiva. Que me disculpen, pero esa y no otra es nuestra vocación.
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Releo el Evangelio de uno de estos domingos de Pascua buscando qué llamada concreta, qué itinerario nos marca a los laicos, hombres y mujeres que vivimos tras los pasos de Jesús que, ahora resucitado, quiere resucitarnos a nosotros y a su pequeña Iglesia. Y descubro signos que me ayudan a establecer un plan:
- Dejar entrar a Cristo. Jesús Resucitado se presentará ante nosotros. El signo que lo distingue es que nos trae la paz. Viene a derribar fronteras, miedos, prejuicios, envidias, complejos, inseguridades… y a llenar todo ese vacío con la paz. Nadie puede ser apóstol misionero si tiene cerradas las puertas de su vida a Cristo para que entre una y otra vez. Así pues, resucitar, para los laicos, supone estar abiertos a la acción siempre nueva de Dios en nuestra vida, que exige oración y encuentro.
- Recibir el soplo del Espíritu. Jesús nos regala su aliento de vida, una brisa suave que, sin embargo, alborota nuestros planes y cambia nuestros esquemas, un soplo que remueve el aire enmohecido. En todo lo que hacemos, no están en juego nuestros derechos, nuestras ideas, nuestros proyectos. O son Suyos, o esto es en vano. Resucitar implica olvidarnos a nosotros para dejarnos llevar por Aquel que nos envía.
- ¡Hemos visto al Señor! No todos recibimos el anuncio del mismo modo, y la vida de los laicos se juega en múltiples fronteras. Estructuras injustas, circunstancias personales e historias alejan hoy a muchos hombres y mujeres de la posibilidad de conocer a Dios y su Buena Noticia. Evangelizar no significa lanzar cebos “a ver si pican”, sino ir a su encuentro. Salir del centro en en que estamos situados y partir a las periferias. Solo en el lugar del otro podremos mirarle a los ojos y recorrer juntos el camino que Dios quiera. Las proclamas pueden ser ignoradas y hasta ridiculizadas, pero nadie podrá dudar de una mano tendida, de la evidencia del amor incondicional.
- Comunidad. Igual que Tomás, no podríamos haber creído sin estar acompañados. Somos protagonistas de la Iglesia, esa madre que espera abrazar a todos, sin distinciones, sin requisitos.
Como Teresita de Lisieux, nuestro papel es claro: en el corazón de la Iglesia, seremos el amor. Que es lo mismo que decir, seremos laicos resucitados.