Toda mi persona, como tú, está viviendo días y noches de confusión, de dolor propio y ajeno, pues han muerto familiares, amigos, vecinos, parroquianos… y miles de personas. Desorientación, extrañeza, silencio, soledad, llanto, lágrimas de duelos a distancia, también testimonios de entrega hasta dar la vida de tantos hombres y mujeres, auténticos “ángeles”, la santidad cotidiana. Vivo este tiempo como tiempo de silencio de Dios y de volver a lo esencial, a su amor infinito.
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Y yo como sacerdote, ¿qué ha resucitado en mí? Con esta pandemia nos estamos enfrentando con realidades que, si no son nuevas, han estado solapadas en nuestra vida sacerdotal. En medio de la crisis que está atravesando el sacerdocio, el primer interesado es Dios, la primacía es de Dios, el mayor preocupado en que resucitemos y, por lo tanto, el que nos da la gracia y los recursos necesarios para resucitar. Dios no quiere sacerdotes muertos, sino sacerdotes que hayan muerto y resucitado con Cristo, sacerdotes resucitados.
Cuidar a Su Pueblo
Nos dice el Señor: “Convertíos y creed en el Evangelio”, “Haced esto en memoria mía”, “Sintió compasión de ellos” o las palabras de san Pablo a Timoteo: “Aviva el carisma que hay en ti”. Desde mi vida sacerdotal (he cumplido 33 años como sacerdote), creo que Dios me está pidiendo que vuelva con sincero y fiel corazón a Él y que cuide de su Pueblo. Y pienso en los dones que pone para ayudarnos:
En primer lugar, la Eucaristía que define nuestro ser, pues cada día nos configuramos con Cristo. Y esta configuración hace que no podamos estar sin Él, que es el amor de nuestra vida; de ahí que la oración sea la primera tarea pastoral de cada jornada, el pulmón que nos sostiene, ya que el que ama a sus hermanos es el que ora mucho por su pueblo y lo sirve, conscientes de que la oración exige esfuerzo y a veces obliga a un arduo combate. San Carlos Borromeo repetía: “No podrás curar las almas de los demás si dejas que la tuya se marchite. Acabarás no haciendo nada, ni siquiera por los demás. Debes tener tiempo para ti para estar con Dios”.
Además, alimentarnos de una formación continua que bebe en las fuentes de la Escritura, la Palabra de Dios como oración. “Contemplativos de la Palabra y contemplativos del Pueblo”, nos enseña el papa Francisco.
Junto a estas actitudes, se encuentra lo que da sentido a cada día: el sentido común como esencialidad en el día a día con nuestras gentes. Compartiendo sus fatigas y sus alegrías, porque no pasamos de largo ante las llagas de Cristo ni de los heridos por la vida.
Y somos hombres, de carne y hueso, con afectos, por eso nuestra afectividad ha de ser una afectividad madura, hombres de Dios que viven la vida célibe con honestidad y transparencia. A la vez, lejos de las instalaciones y comodidades. No somos unos burgueses. Vivir con lo básico, porque evangelizamos o escandalizamos con nuestra forma de vivir.
¿Y los pobres? En la Resurrección, ¿dónde han de estar ellos y nosotros? Los pobres y necesitados nos han de encontrar cerca, como un hijo a su padre, al tiempo que trabajando, codo con codo, con los demás. Respetando identidades. Alegrándonos del bien común.
Y porque la Iglesia es nuestra casa, nuestra familia, nuestra Madre, somos servidores en comunión y fraternidad, cuidando de los sacerdotes con dificultades, enfermos o ancianos, queriendo a la Iglesia, haciendo el camino de la vida entre la Belleza de Dios en nuestro mundo y los signos del Reino de Dios y su justicia.